El país está sumido en el dolor. Sufrimos por cada familia desmembrada, por cada vida que ha quedado atrapada en los escombros.
Pero en medio de tanto dolor, de una solidaridad que no sabíamos nos cabía en el pecho, hoy más que nunca hemos sentido el desencuentro que vivimos entre el Estado y los ciudadanos.
Ciertamente, a través de las redes sociales y de miles de espacios de encuentro, los ciudadanos desbordaron y superaron al Gobierno en oportunidad y alcance en las tareas de rescate y ayuda a los hermanos damnificados por el terremoto.
Ciertamente, que los esfuerzos aislados y espontáneos de la gente requerían y requieren de una coordinación y canalización adecuada que solo el Estado puede proveerla porque posee una perspectiva global del desastre e, igualmente, una evaluación más precisa de los requerimientos.
Sin embargo, y ahí está el equívoco, el Estado en vez de verse como canalizador y facilitador de la solidaridad nacional, en vez de agradecerla y promoverla, terminó minimizando a la sociedad, excluyéndola; poniéndose encima de los ciudadanos.
Dicho desencuentro se ha expresado claramente en la forma como el Gobierno gestiona las tareas de rescate, estabilización y reconstrucción.
Para este, el Estado es el único actor y todo esfuerzo de la sociedad debe someterse a su diseño; nada debe ni puede salir a su control. Se piensa que el deber estatal es invadir lo social y tomar a cargo el territorio, los escombros, la vida. Aún más, si la sociedad esquiva someterse al Estado siente que ella le estorba, obstaculiza, agrava el problema.
Esa visión se aplicó para decidir el paquete económico anunciado por el Presidente a raíz del desastre. Al Gobierno no se le ocurrió que las necesidades de reconstrucción podrían requerir apoyo al sector privado y a los mismos ciudadanos para que recompongan sus vidas, sus negocios, sus viviendas. No pasó por su mente la posibilidad de incentivar con créditos tributarios a quienes desean continuar con su solidaridad.
No. La única salida que se le ocurrió al Gobierno fue imponer más impuestos, sacar el dinero de la gente, extraer todos los recursos que pueda de la sociedad para fortalecer al Estado; como si este en sí mismo fuera la solución. Y todo desde arriba, verticalmente.
Con el agravante que un impuesto regresivo como el IVA implicará que los que menos tienen sean finalmente quienes paguen la tragedia.
Aquello sin contar con el hecho de que, durante este Gobierno, el Estado ha sido un agente despilfarrador e ineficiente para administrar los recursos. Así, ya imaginamos cómo gran parte del dinero que ahora el Gobierno extraiga de nuestros bolsillos no lo usará en quienes lo necesitan, sino para engrosar su maquinaria burocrática y propagandística.
Mientras tanto la sociedad, silenciosa, seguirá ayudando. Los ecuatorianos seguiremos abrazándonos porque no necesitamos que el Gobierno nos dé permiso. Este evento fue también un terremoto en nuestras almas y conciencias sobre lo que nos une como país. Hoy estamos juntos y nuestro amor supera los complejos de la burocracia controladora.