Época peculiar la que nos tocó vivir en la Universidad Central de los años 70. La ideología sometía prácticamente todos los ámbitos de la vida personal y estudiantil. Una larga lista de referentes eran severamente anatemizados por la izquierda. Los blue-jeans, por ejemplo, eran considerados un ícono comercial del imperialismo norteamericano, contrario a la cultura popular ecuatoriana. Había que vestir de gabardina y calzar botas ambateñas de la calle Ipiales, gracias a lo cual todos parecíamos refugiados de guerra antes que militantes por la vida, como conceptualmente debía corresponder a una tendencia que se opone a una estética sombría y circunspecta. Ni qué decir del rock, visto como un peligrosísimo instrumento de alienación cultural, sobre todo cuando tenía letras en inglés.
El dogmatismo también fue implacable en el plano literario. Bastaba con un desliz político para que un autor fuera condenado al ostracismo ideológico. No importaba si se trataba de un escritor de la talla de J. L. Borges; simplemente quedaba excluido de los anaqueles universitarios y domésticos. Eran los ecos del realismo socialista. Pocos en esa izquierda añeja se atrevieron a reconsiderar un proceso que aniquiló la riqueza artística y literaria de Rusia.
Por el contrario, ese reducido universo dogmático estaba poblado por íconos incuestionables. Uno de los preferidos era Mario Vargas Llosa, pieza capital del boom latinoamericano. Su novela ‘La ciudad y los perros’, publicada apenas una década atrás, era lectura obligada. Él mismo era invitado de rigor en todo espacio de izquierda, hasta cuando dio su giro hacia posiciones liberales. Por fortuna, fue un momento en que toda forma de rigidez ideológica había entrado en crisis. Eso permitió el discernimiento desde ópticas más versátiles y diversas. Entre otros logros, fue posible mirar la creación artística sin la obcecación de la militancia política. Una juventud más flexible, y sobre todo desprejuiciada, no tuvo impedimentos para acceder libremente a la obra del peruano.
Lo más sorprendente es que las novelas de Vargas Llosa, luego de su viraje político, constituyen una reivindicación madura y penetrante de los mismos valores y principios que en su tiempo lo consagraron como ídolo de la izquierda. Basta leer ‘Historia de Mayta’, ‘La Guerra del fin del mundo’, ‘La fiesta del Chivo’ o ‘El sueño del Celta’ para ratificarlo. Más que un ‘talentoso’ ejercicio literario es una acuciosa revelación de la historia de injusticia y crueldad que ha azotado a América Latina, de la estupidez crónica del poder político y del afán de libertad que jamás cede. Es una ilimitada capacidad intelectual para entender la realidad, que tanta falta les hace a sus detractores de nuestra supuesta izquierda.