El país está viviendo un dilema ético grave y trascendente. Por cinco largos años, un Gobierno elegido libre y democráticamente ha proclamado un cambio revolucionario y ha arremetido contra todo lo que a ello pareciera oponerse, extremando sus actitudes, en fondo y forma. Quizás sin pensarlo, el Gobierno ha hecho suya la fórmula maquiavélica de que el fin justifica los medios y no ha dudado en atentar contra derechos y libertades para radicalizar su proyecto. Como resultado de la confrontación permanente, el país está fraccionado y los poderes públicos se niegan a contribuir para restablecer la concordia ciudadana.
Para el Gobierno, el ejercicio eficaz del poder exige mayor poder. El líder de la revolución, menospreciando las posibles razones de sus oponentes, usó el camino judicial para doblegarles y, al mismo tiempo, “poner fin al poder de la prensa”.
Los juicios iniciados contra quienes consideró que habían ofendido su honor, estuvieron ensombrecidos por dudas, incorrecciones y abusos. Cambios súbitos de jueces, celeridad en los procedimientos -criticable por ser excepcional- y la forma en que el ciudadano Presidente usó el poder para respaldar al ciudadano denunciante, fueron creando una imagen que suscitó la justificada crítica nacional e internacional. A este oscuro panorama se sumó la denuncia que cuestionaba la verdadera autoría de la sentencia y las declaraciones de una jueza refugiada ahora en Colombia, que alegó haber sido presionada por el Gobierno.
La significación trascendente de los procesos, en lo tocante a las libertades y derechos, ha sido ya analizada en el interior del país y fuera de él. Presidentes, intelectuales, organizaciones, importantes diarios y revistas de todo el mundo, se han pronunciado creando una argumentación tan demoledora que Correa no pudo ignorar.
Independientemente de la forma en que el litigio concluyó con “el perdón”, espectacularmente anunciado en el Salón Amarillo de Carondelet, los cuestionamientos al proceso son tan serios, que el país está viviendo un dilema ético que no puede quedar sin ser resuelto. Si quienes denunciaron que la sentencia no fue redactada por el juez sino por el abogado del demandante no tienen razón, deben ser castigados ejemplarmente. Si su acusación responde a la verdad, el Presidente debe asumir la plenitud de esa tremenda responsabilidad.
El país no puede aceptar que la respuesta a tan grave acusación sea el perdón presidencial o el olvido causado por el paso de los días. La investigación solicitada a la Fiscalía debe desarrollarse con eficiencia y prontitud, recurriendo a todos los peritajes técnicos necesarios.
El pueblo necesita conocer la verdad. El dilema ético que se desarrolla ante nuestros atónitos ojos bien podría corresponder a la trascendencia del shakesperiano “to be or not to be”.