La vida es, de alguna manera, la preparación para la muerte, pero nos sorprende siempre, por esperada que sea.
Ha muerto Diego Cordovez, cuyo trabajo junto a Raúl Prebisch influyó en su sensibilidad hacia los problemas sociales y políticos, que supo combinar con ese don raro de hombre práctico, que no se enreda en las lucubraciones que encantan a los teóricos.
En sus Memorias transmitió su experiencia en el difícil papel de mediador en conflictos que han puesto al mundo al borde de la guerra, así como es reconocida su gestión como Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Rodrigo Borja, en la tarea de reinsertar al Ecuador en el mundo, y de encontrar solución definitiva al secular problema territorial con el Perú.
Su exitosa trayectoria hizo patentes sus dotes intelectuales y de escritor, su don de gentes y su sentido del humor. Me admiró siempre cómo un hombre tan irreverente y tan poco diplomático tuviera tanto éxito diplomático.
Conocer de su boca las incidencias de la crisis en Teherán por la toma como rehenes de los diplomáticos que se encontraban en la Embajada de Estados Unidos, que pasaron la factura al gobierno de Carter, quien perdió la reelección, así como los entretelones de la guerra entre Irán e Iraq y la intervención de la ONU para lograr una solución, en la que con Olaf Palme lidiaron con fanáticos y pragmáticos, fue fascinante.
Su mediación en Afganistán para el retiro de las tropas soviéticas que invadieron ese país a fines de 1979, que culminó exitosamente después de 10 años, implicó perseverancia y discreción.
Los desplantes y el micrófono no configuran, casi nunca, las relaciones exteriores eficaces, decía siempre. Su experiencia personal con los personajes mundiales más disímiles, como Juan Pablo II, Haya de la Torre, Gorbachov, Fidel Castro, Saddam Hussein, Bush y Kissinger, ilustraba las conversaciones que mantenía con los más distintos contertulios, con su sencillez y calidez siempre presentes.
Diego Cordovez, que, con Galo Plaza es, sin duda, el ecuatoriano más universal, habría llegado a la Secretaría General de las Naciones Unidas si no la hubiera desempeñado inmediatamente antes otro sudamericano.
Sensible en el recuerdo de sus padres Luis y Dorita, de sus compañeros y de María Teresa “que era más inteligente que yo” y “que le dejó tan solo”, como él decía, se refugió en la compañía lejana de su hijo Diego, con quien compartimos afectuosamente su dolor.
En la terraza de la casa donde mis padres vivieron y murieron, florece todos los años, en julio, un arupo que sembraron hace tantos años Luis, Dorita y Diego. Este año floreció en mayo. Me equivoqué al atribuirlo al calentamiento global que todo lo altera, porque había sido para despedir a Diego Cordovez, nuestro amigo, que tan inopinadamente se nos ha adelantado y al que tanto vamos a extrañar.
Al país le harán mucha falta su patriotismo, su rectitud, su sabiduría.