“A existir se empieza desde el diálogo”, afirmó Hölderlin, el inolvidable poeta de ‘La muerte de Empédocles’, tragedia en verso tres veces escrita y siempre inconclusa.
Martin Heidegger glosó estas palabras, en su oscuro y luminoso opúsculo titulado ‘Hölderlin y la esencia de la poesía’, de1936.
Hoy, en la circunstancia que vivimos –personal, política, económica- [circunstancia que ‘somos’, diría Ortega] conviene, más que nunca, averiguar el sentido de esta afirmación, intentar comprender de qué modo el comienzo de toda vida humana es el diálogo, y reconocer, a la vez,que es imposible existir sin él, es decir, sin palabra, sin interlocución, sin escucha del otro.
¡Cuánta razón tuvo el gran poeta alemán, que murió loco, al anunciar este comienzo!: si al principio la piel de la madre ‘habla’; si sus gestos, sus brazos, su ternura son el alimento primordial que permite al ser humano iniciar en seguridad el largo tramo de la vida, pronto esa piel, esos gestos serán insuficientes: los sentimientos tendrán que manifestarse por medio del habla, dirigirse a cada uno, gracias al decir.
Mimos, canciones, aprobación, regaños, toda forma de comunicación se perfecciona en la palabra. El sentido del ser que cada uno es, el inicio de un existir consciente se realiza cada instante de vida y culmina en el dominio de la palabra, en su manifestación dialogal.
Cuando la palabra del otro cuenta con nuestra escucha, contribuye a construir nuestro ser, nos muestra que somos y qué somos: nos devuelve la imagen que proyectamos y, nos permite construirnos interiormente, darnos cuenta de nuestro existir, de su incesante forma… Es el espejo que necesitamos para reflejarnos, mirarnos y entendernos.
Espejo, no azogue inmóvil, sino fuente de conocimiento constructora de ser. El interlocutor válido con quien hemos de contar para todo ejercicio dialógico, se mira, a su vez, en lo que le mostramos de él gracias a nuestra palabra, y se construye. Su autoconocimiento, en la interlocución, se intensifica y dinamiza.
Sin palabra tampoco existimos para nosotros mismos: ¿cómo pensar en nosotros, cómo ‘dialogar’ íntimamente, vivir el incesante ir y venir de nuestras reflexiones, sin el habla? El monólogo, para no repetirse, aspira a proyectarse hacia los demás, a volverse diálogo. ‘Escuchamos’ y ‘decimos’ a los demás lo que somos y lo que ellos son para nosotros y forjamos en la palabra nuestra condición humana, humanizándonos en la interlocución.
Salvo narcisismos o soledades insuperables que llevan a la linde de la locura, el diálogo es nuestra fundamental forma de presencia. Todo gesto que acompaña a la palabra, toda mirada o sonrisa; cualquier movimiento voluntario o no –el cuerpo no engaña ni se deja engañar- contribuye al diálogo o lo ‘desdice’. Se adelanta a la palabra y, en cierta manera, la delata.
Ser positivamente para los demás exige apertura: comprensión y aceptación, deseo de perfeccionamiento de nuestro ser, aspiración a mayor dignidad. Y acercamiento sincero hacia los otros, a partir del diálogo hondo y exigente que nos hace existir.