Por regla general, la relación de poder entre gobernantes y gobernados es inversamente proporcional. Las sociedades fuertes y bien estructuradas tienen conciencia de que el poder radica en ellas, y saben que sus gobiernos solo lo tienen por delegación. Aunque en esas sociedades puede haber (y de hecho hay) gobiernos fuertes, nunca lo serán tanto como para doblegar a la sociedad. En un país como los Estados Unidos, por ejemplo, es posible que aparezca un Trump; pero incluso para ese tipo de gobernante los límites se encuentran claramente establecidos, y la voluntad general, expresada en la ley, siempre acabará por imponerse. En la Alemania de 1930, en cambio, la depresión moral por la derrota y la inflación galopante debilitaron tanto a la sociedad y abrieron en ella tantos vacíos, que Hitler no tuvo ninguna dificultad para pasar sobre la ley, enervar las instituciones, y establecer un gobierno que transitó fácilmente desde la arbitrariedad hasta la tiranía, el genocidio y la guerra.
Por mucho que nos duela decirlo, la sociedad ecuatoriana es extremadamente débil. Sus diversos componentes nunca han llegado a integrarse del todo, y parecería que el cuerpo social vive descuartizado. Aún ahora, cuando las comunicaciones de todo tipo han acercado a todos y han creado una suerte de espacio común en el que (teóricamente) todos podemos comunicarnos, hay segmentos sociales que permanecen cerrados en sí mismos, refractarios a la integración. El recelo y la desconfianza son los caracteres más notorios en toda suerte de relaciones sociales; y a esos sentimientos, los débiles agregan fácilmente el temor y la docilidad, mientras los fuertes agregan la prepotencia y el abuso. Esto explica la lógica de nuestra historia, jalonada por la presencia de variados tiranos y tiranuelos, y la aparición esporádica de movimientos sociales reivindicatorios: en ellos, sin embargo, el carácter local y fragmentario ha sido siempre inocultable.
En estos días hemos llegado a una paradoja: ese movimiento masivo y generalizado a favor de las siete preguntas de la consulta, es, en cierta medida al menos, la manifestación externa de una disposición a someterse al gobierno; mientras el movimiento contrario, al parecer minoritario, es la expresión de la nostalgia por un sometimiento pasado. Por eso, si el gobierno tiene realmente las buenas intenciones que manifiesta en su discurso, podría contribuir al robustecimiento social, constituyendo un Consejo de Participación Ciudadana con señoras y caballeros intachables provenientes de las organizaciones sociales, pero sin antecedentes políticos. Así nos daría una demostración clara de su vocación democrática y de su respeto a la sociedad, y de que no quiere convertirse en otro gobierno autoritario. Pero si el gobierno prefiere usar el mismo criterio que usó al componer su terna para la Vicepresidencia, podemos estar seguros de que, tarde o temprano, terminará en el despotismo, con el argumento de la indisciplina social.