El día del Armagedón

No, no estimados lectores, no vengo aquí para anunciar el fin del mundo, ni pretendo ser una quiromántica nostradámica posmoderna. No. Solo tengo una idea fija que me ronda desde hace meses, y pensé que quizá debo compartirla con ustedes pues es probable que compartan mis sustos y al menos seremos capaces de hacer una catarsis colectiva o seguiremos encomendándonos a la Santa Marianita de Jesús, que hasta ahora ha sido fidedigna en su predicción.

El miedo que me ronda muchos días, pero especialmente en esos días negros, como el pasado domingo cuando el parque de mi predilección se quemaba sin clemencia, es que como sociedad, estamos vulnerables frente a una catástrofe que se alce con todos nosotros. Vivimos al amparo de una naturaleza, que hasta ahora se ha portado benigna, pero ¿qué va a suceder cuando tengamos el prometido y tardío terremoto de proporciones? Todos los estudios indican que ni siquiera los edificios modernos de Quito están preparados para soportar un sismo parecido al de Chile o Haití. ¿Hemos tomado las previsiones para ese día que llegará, tarde o temprano? Los gritos de gol en el estadio Olímpico que llegan claros a mis oídos pues estoy en el vecindario, me recuerdan -y sabrán disculparme si sienten que hoy ha sido día de pesimismo consumado- que cuando suceda cualquier desgracia, por una puerta mínima tendrán que salir los 50 000 incautos desesperados por un lugar seguro. ¿Se imaginan un terremoto con ese estadio lleno? ¡Malos pensamientos me dirán! Pues sí, crecí con una conciencia hiperbólica de nuestra condición de país sísmico y volcánico y me parece que andamos a ciegas, bajo la ilusión de que con nosotros no es.

Pero olvidémonos de esas cosas horribles como terremotos, erupciones volcánicas y temblores. Pensemos en cosas más atroces como un accidente aéreo en Tababela (sigue la pájara de mal agüero…).

Cada fin de semana que circulo por ahí y tengo minutos de pensamiento mientras espero en la eterna cola del Chiche, me pregunto cómo circularían ambulancias, motobombas y demás en caso de una emergencia como esa. Las vías taponadas de tráfico, y la cultura de la incivilidad pura conformarían una escena de terror extraída de aquellas películas hollywoodenses que retratan el fin del mundo.

¡Qué aguafiestas soy, pensando solo en catástrofes dirán! Quizá. Pero yo prefiero prender las alertas antes, que lamentarnos después. A las autoridades que les corresponde, creo que es hora al menos de que esta ciudad cuente con planes de contingencia y emergencia, claros y conocidos por todos.

Vivir en la carita de Dios rodeada por los Andes majestuosos tiene su precio y como dice aquel adagio tan popular como cliché -pero no por eso menos cierto- guerra avisada no mata gente.

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