Se sabe que la economía tiene múltiples problemas. El más grave es la pérdida de su competitividad porque el régimen anterior subió los salarios por encima de la productividad de las empresas y porque trasladó al sector privado la mayor parte del costo de la crisis, imponiéndole tributos, aranceles y regulaciones que encarecieron su operación.
Los costos y gastos del sector productivo se hicieron difíciles de bajar y tampoco pudieron ser compensados con precios mayores al consumidor, porque la crisis deprimió el consumo. Para defender sus márgenes –y asegurar su sobrevivencia– las empresas debieron reducir el costo de sus planillas, despidiendo empleados. El sector privado también pospuso sus decisiones de inversión, precisamente porque esa estructura rígida de costos y gastos conspira contra la viabilidad de cualquier iniciativa empresarial.
En ese marco, las autoridades han anunciado una “devaluación fiscal” que consiste en devolverle la competitividad al sector privado provocando una caída del salario real ya no mediante una depreciación de la moneda –como se hacía antes de la dolarización– sino con un subsidio directo a las empresas.
Se quiere eximirlas del pago del aporte patronal, una medida que reduciría el costo de la mano de obra. En vez de pagar al IESS, las empresas utilizarían ese excedente de liquidez para pagar deudas y fortalecer su posición patrimonial, lo cual es bueno. Los despidos podrían detenerse pero es poco probable que esas mismas empresas decidan producir más y generar nuevo empleo.
¿Por qué?
El frágil estado de las finanzas públicas impide que un subsidio como el planteado pueda ser grande y sostenible en el tiempo. Los empresarios conocen esta realidad y estarían renuentes a embarcarse en proyectos de largo plazo.
Saben, además, que si no se crean nuevas plazas de trabajo el consumo seguirá deprimido y, por tanto, la demanda tampoco aumentará. Así las cosas, una “devaluación fiscal” ayudaría a un puñado de empresas solamente.
Cualquier medida será creíble sólo si se resuelve el problema fiscal. El régimen anterior endeudó tan malamente al país –a tasas altas y plazos cortos– que estamos entrando en una fase en la que debemos contratar más préstamos sólo para no atrasarnos en los pagos de la deuda antes contraída. Es decir, estamos reemplazando deuda cara con préstamos mucho más caros.
Antes de una “devaluación fiscal” se requiere una reestructuración completa de todos los pasivos estatales, mediante una estrategia global que incluya organismos internacionales, bancos e inversionistas privados, locales y extranjeros. La estabilización de las finanzas públicas es requisito indispensable para que funcione cualquier plan de reactivación.