Apenas consumada la destitución de Fernando Lugo como presidente del Paraguay, la cuestión ya había sido ampliamente interpretada en términos de “crisis de la democracia” y hasta de “golpe de Estado”, expresión usada por la presidenta Cristina Fernández (e, irónicamente, por el presidente Chávez, un ex militar golpista).
Los países del Mercosur y buena parte (pero no todos) de América del Sur acompañaron esta interpretación y amenazaron con aplicar cláusulas democráticas de instituciones regionales.
La situación paraguaya es demasiado grave como para analizarla sobre la base de eslóganes o comparaciones apresuradas (por ejemplo, con los hechos ocurridos en Honduras, en 2009, o en Venezuela, en 2002). Los líderes regionales que recurren al paradigma interpretativo golpista deberían evitar repetir el apresuramiento que, razonablemente, les atribuyen a legisladores paraguayos. Se requieren decisiones basadas en hechos y potenciales consecuencias.
Fernando Lugo fue destituido por el Congreso -un poder de gobierno elegido democráticamente- mediante un juicio político, procedimiento previsto en la Constitución paraguaya. El artículo 225 permite a la Cámara de Diputados acusar al presidente con una mayoría de dos tercios y al Senado declarar su culpabilidad por una mayoría absoluta de dos tercios.
Estas mayorías agravadas fueron ampliamente superadas: el 95% de los diputados y el 87% de los senadores apoyaron el procedimiento de destitución, lo que reveló un altísimo nivel de consenso (lo cual no excusa la inusual e imprudente, pero prima facie no ilegal, celeridad del proceso). Lugo fue sucedido, siguiendo el mandato constitucional, por su vicepresidente. Finalmente, debe recordarse que el proceso se originó en un gravísimo hecho: la muerte de 17 personas durante un enfrentamiento armado entre campesinos y policías por el desalojo de tierras.
Debería también tenerse en cuenta la reveladora actitud del principal afectado: Lugo expresó el día antes de su destitución que se sometía “con obediencia a la Constitución” y “a enfrentar el juicio político con todas sus consecuencias”, y luego acató su condena, criticando pero aceptando “la decisión del Congreso”.
La democracia es un conjunto de procedimientos, no de resultados. A veces esos procedimientos producen resultados que nos caen antipáticos. Cuando faltan diez meses para las elecciones presidenciales en Paraguay, parece más adecuado asegurar una legal y pacífica transición que cuestionar la decisión indudablemente desprolija y apresurada, pero constitucional y abrumadoramente mayoritaria, de un poder democráticamente electo.