El pasado lunes se reunió el tercer congreso del Partido Socialista Unido de Venezuela y, fieles a la costumbre de originar sorpresas, propuso el último chasco chavista: “la oración del Delegado”, una parodia del padrenuestro, la oración más emblemática de los cristianos que, según los relatos evangélicos, fue enseñada por el propio Jesús.
Sin temor al ridículo ni al escándalo, algún blasfemo incondicional del socialismo del siglo XXI, propuso en el congreso la parodia del padrenuestro: “Chávez nuestro que estás en el cielo, en la tierra, en el mar y en nosotros los y las delegadas. Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu legado para llevarlo a los pueblos de aquí y de allá. Danos hoy tu luz para que nos guíe cada día. No nos dejes caer en la tentación del capitalismo…”.El presidente de la Conferencia Episcopal condenó la ocurrencia blasfema y comentó que “la vida de Chávez no fue precisamente la de un santo”.
Alguno de los internautas que comentaba la noticia hacía notar que ni siquiera los más fanáticos se atrevían a defender tan malhadada idea. Y los sociólogos señalan que es una estrategia desesperada de Maduro para mantenerse en el poder prendido a la figura de Chávez.
El culto a la personalidad es el más viejo vicio de los caudillos autoritarios y el intento de divinizarlos es la fórmula perfecta de los esbirros para disfrutar de un poder subalterno. El primer paso es darle a su misión un carácter providencial y sagrado pues, como dijo Borges, “una vez postulada la misión divina del héroe, es inevitable que lo juzguemos (y que él se juzgue) libre de obligaciones humanas”. Todo líder autoritario tiene la propensión a tumbar los límites que impone la ley y convertir sus caprichos en leyes, según la segunda parte de la cita de Borges que establece: “…
Es inevitable también que todo aventurero político se crea héroe y que razone que sus desmanes son prueba fehaciente de que lo es”.
El discurso populista no puede escapar al maniqueísmo, todo lo reduce al juego de buenos y malos, se dedica por un lado a zaherir y envilecer a los opositores y por otro, a glorificar, y divinizar al caudillo. Ha pasado y pasa, con frecuencia, que los subalternos más fanáticos guardan reverencia y dicen todo sí al caudillo. También, ocurre que los subalternos menos fanáticos aprueban y festejan las ocurrencias del caudillo y, al voltear el rostro, se burlan y critican.
La divinización de los caudillos nace de su propia megalomanía, pero, siguiendo la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, no sería posible que multipliquen los desmanes si no tuvieran adulones en su entorno; ni proliferan los adulones donde hay líderes verdaderos que se someten al marco de las leyes y delegan el poder y la responsabilidad.
En democracia no se puede argumentar la obediencia debida para pasar sobre la ley y eludir el castigo.