En el inciso 2° de su Primera Disposición Transitoria, la Constitución de Montrecristi establece el plazo máximo de 360 días para la aprobación de una serie de leyes que fueron consideradas necesarias para desarrollar y aplicar el nuevo orden constitucional. Entre ellas, el numeral 5 incluye la ley de cultura que, por lo tanto, debió ser aprobada por la legislatura el año 2009. Tal ha sido el interés de las autoridades, tal la importancia reconocida a la cultura y tal la acuciosidad de los legisladores, que en estos últimos días se ha anunciado que el proyecto correspondiente pasará en los próximos días a segundo debate. Estamos finalizando 2016.
Al parecer, no se trata ya del mismo proyecto que fue inicialmente presentado, y ni siquiera de su enésima versión corregida, sino de un proyecto nuevo, pero ignoro cuánta constitucionalidad hay en la sustitución de un proyecto de ley a medio camino. Hace cosa de dos meses, el Presidente de la Casa de la Cultura me comunicó en conversación privada que tanto el Ministro de Cultura como la Presidenta de la Asamblea le habían asegurado que sus propuestas institucionales serían indudablemente aceptadas e incorporadas al texto final del proyecto. No obstante, hace pocos días escuché nuevamente al Presidente de la Casa (esta vez por la radio y en el curso de una entrevista con Diego Oquendo), que confesaba su sorpresa y desilusión porque en el documento que ha pasado al Pleno para su segundo debate no se ha incorporado ninguna de esas propuestas, y por el contrario, se ha reducido la Casa fundada por Carrión a una caricatura de sí misma.
A la luz de la experiencia, la aprobación de este proyecto se da por descontada, pese a sus flaquezas. No podía esperarse otra cosa de un cuerpo legal aparentemente preparado por consultores contratados (probablemente abogados) y discutido por una comisión ninguno de cuyos integrantes ha tenido, que yo sepa, vinculación alguna con las instituciones ni las actividades culturales. Además, la llamada “socialización” de ese proyecto parece haberse hecho de un día para otro, sin la suficiente publicidad, sin haber invitado a los conocedores del mundo cultural y de sus instituciones, y con el procedimiento puramente informativo que ya es acostumbrado.
Pero el desaguisado sobre la Casa de la Cultura no es lo único cuestionable de le próxima ley. También lo es, y mucho, la implícita intención de establecer la “economía naranja” en la cultura, al tratar los productos culturales como mercancías cuyo comercio debe incidir en el PIB, tal como se desprende del proyecto y su contexto. Otro aspecto preocupante sigue siendo el espíritu concentrador y controlador de las disposiciones, cuya única preocupación parece ser la de asegurar que el estado tenga la última palabra también en esta materia. Así estamos.
Las leyes sabias suelen durar mucho tiempo, como algunas que concibieron los romanos y viven todavía. Ocurre lo contrario con las leyes que se han compuesto contra la razón y el sentido común.