El presidente Correa, en una más de sus usuales demostraciones de genio, ha desafiado a puñetazos a un asambleísta, anticipándose a tildarle de ¡cobarde!
Este vergonzoso episodio demuestra, en primer lugar, que Correa no cree en el diálogo civilizado. Considera que para resolver las diferencias hay que apelar a la fuerza bruta, lo que le induce a la usual arenga populista (“somos más, muchos más”), a propiciar la “democracia de la confrontación” y a menospreciar los consensos.
Correa, además, piensa que quien tiene la fuerza tiene la razón. Equipara razón con poder, verdad con victoria. De allí nacen esas expresiones que ha incorporado a la historia del ridículo, al reclamar para su palabra la condición de sacralidad o “mayor tesoro”.
Por esta aberración cree que un triunfo electoral confiere al ungido no solo legitimidad sino un poder ilimitado que incluye la facultad de aumentarlo a su arbitrio. La Constitución, entonces, deja de ser ley suprema y expresión del contrato social y se convierte en maleable instrumento que puede reformarse a su antojo.
Al desafiar a puños al diputado, ha dicho que lo hace a riesgo de dar un mal ejemplo pero, incapaz de dominarse, lo da. Predica el mal con sus obras tanto por no dominar sus pasiones como por concebir a la fuerza bruta como argumento para defender lo que cree. Adereza sus acciones con una sarta de insultos y como ni eso le satisface, con frecuencia pretende empequeñecer a quien ataca, preguntando a sus asesores, en baja voz pero junto a los micrófonos que agigantan su susurro: ¿Cómo se llama este tipejo?
Finalmente, Correa parece desconocer el más elemental significado del honor. Su desafío le ha colocado a él y a todo el país en el escenario de las sonrisas burlonas. Para defender el honor propio hay que respetar el ajeno. No lo tiene quien organiza costosos sainetes semanales para agraviar a sus opositores. “Canallada de la semana, cantinflada de la semana”, titula a esas creaciones teatrales y disfruta cuando los comensales sabatinos aplauden sus puñaladas verbales. Para Correa, el honor no es sino la pretensión de que a él, como a las huríes árabes, nadie puede tocarles ni con el pétalo de una rosa.
En tiempos heroicos se defendía el honor con la vida. Lope de Vega aconsejaba entregar todo al servicio del Rey, menos el honor. “El honor es cosa del alma y el alma solo es de Dios”. Lo dice también el Quijote al recordar que las leyes de la caballería exigían del aspirante a caballero un honor inmaculado. En ese contexto se inventaron los duelos de honor.
El vergonzoso desafío de Correa no se concretará. No debe concretarse. Si quiere el Presidente defender sus políticas, hágalo con argumentos, en un diálogo de altura con sus opositores, pero no pretenda dar lecciones de honor con actitudes de matón de barrio.
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