La derecha fundamentalista es propensa al simplismo político. Por ejemplo, suponer que el terrorismo internacional es un producto del islam, o que la delincuencia en Estados Unidos tiene una carga genética latina. A partir de este pedestre maniqueísmo se pretende explicar la complejidad de la vida moderna.
A Donald Trump este discurso le sirvió para ganar las elecciones. No creo que le sirva para gobernar. Infinidad de factores económicos, culturales o humanos escapan a esta visión tan elemental de los problemas sociales. Supongamos, nada más, lo que significa expulsar a doce millones de indocumentados; se provocaría una hecatombe humanitaria sin precedentes.
Pero los exabruptos políticos no son patrimonio exclusivo de estos conservadores extremistas. También existe una izquierda obtusa que se inclina por argumentaciones del mismo talante. Como abogar en favor de las dictaduras sangrientas, consideradas detonantes de una supuesta revolución. Desde esta lógica rudimentaria, se presume que a mayor represión habrá mayor movilización social.
Demás está señalar el despropósito de semejantes enfoques. Basta constatar el terrible costo social y humano de las dictaduras latinoamericanas para confirmarlo. Lo que esos regímenes dejaron fue un erial de dolor y muerte del que a duras penas brotó una raquítica democracia. Ninguna revolución.
El simplismo que subyace a estas visiones políticas –se pinten de derecha o de izquierda– tiene que ver con una dificultad intrínseca para lidiar con la complejidad. Complejidad a secas. Es decir, con la imposibilidad de circunscribir la historia y la realidad al campo de la mecánica, a la simple relación entre causa y efecto: afirmar que matando a los musulmanes se acaba el terrorismo, o que la represión estimula la rebeldía popular.
Desde esta lógica, Rafael Correa acaba de ponderar la conveniencia del triunfo de Trump para América Latina, bajo el supuesto de que fortalecerá a los autodenominados gobiernos progresistas de la región. Poco importan los millones de indocumentados amenazados con la deportación, ni los niños latinos que empiezan a sufrir bullying en las escuelas, ni la reivindicación del viejo discurso racista de la supremacía blanca.
¿Qué pensarán los cubanos de esta declaración? ¿Qué coherencia guarda con las alabanzas a Fidel Castro? Más de una década de esforzadas negociaciones para acercarse a Estados Unidos pueden irse al traste como una simple decisión de Trump. Y de esto únicamente sacarán provecho los grupos más fanáticos y retardatarios de la derecha norteamericana.
Difícil saber en cuál de las dos vertientes ideológicas se inspiró Correa para pronunciarse. En cualquier caso, se trata de un tremendo desacierto.