Lo derechos fundamentales han sufrido la erosión de la demagogia, la ignorancia y la politización. Han recibido, por años, el embate de la literatura barata, del discurso electoral y de ideologías totalitarias, que se han apropiado de sus principios para convertirlos, paradójicamente, en argumento destinado a justificar la dominación de sus dictaduras. Las izquierdas de todos los colores han hecho de ellos un venenoso monopolio. Y los gobiernos los han reducido a capítulo de su populismo.
Los derechos, que son la insignia de la dignidad, han perdido espacio. Los tribunales que los defienden son mirados con sospecha. Paralelamente, el poder se ha expandido y las excusas para negar las libertades se han multiplicado. Las personas que sustentan en ellas su autonomía, y los escasos seres humanos que, de verdad, las defienden son ahora sospechosos de traición a las consignas de las innumerables revoluciones que asolan el planeta. Afirmar la autonomía, abogar por la identidad del individuo, huele a subversión. Es el signo de los tiempos.
Sobre los derechos individuales –tesis esencial del liberalismo- prevalecen toda suerte de dogmas, y las más curiosas entelequias. Prevalecen las razones de Estado, las verdades de los gobiernos y los argumentos de la propaganda. Prevalecen las potestades de la burocracia. Prevalecen los colectivos, las etnias, los pueblos y las naciones. Sobre los derechos de ese ser arrinconado e inerme que es el individuo, triunfa el estatismo con el cuento de la justicia social, el socialismo con el pretexto del desquite, la soberanía con las máscaras y los oropeles de la identidad. Triunfan todos en desmedro de la persona, cuyo destino parece ser el de piezas dependientes de esa maquinaria que somete, que niega, que reprime, del “ogro filantrópico” que ejerce el poder de las graciosas concesiones, de los perdones y los permisos, y que, como en los viejos tiempos, decide el destino del rebaño.
Los derechos individuales son, ahora, el principal problema para el poder. No son ni su virtud ni su misión. Son problema porque limitan sus facultades siempre crecientes. Problema porque establecen responsabilidades por sus violaciones. Problema, porque esos derechos afirman lo que el poder niega: la autonomía, las libertades, la capacidad de elección, la posibilidad de equivocarse, y la ilusión de que cada persona sea quien construya su destino.
Los derechos individuales son un problema y un desafío para las ideologías estatistas, que, pese a todo, han logrado secuestrarlos en su beneficio y transformarlos en cartel. Son un problema para los intelectuales que abdicaron de sus funciones, y que ahora se empeñan en construir con esas virtudes humanas el argumento para sustentar al poder al que sirven. Son un problema para las personas que por miedo resignan su defensa, haciéndose cómplices del menoscabo de su dignidad.