Hay terrenos donde el Gobierno ecuatoriano patina. Por ejemplo, cuando tiene que responder en foros internacionales, impermeables a la publicidad engañosa. Como en la sede de la ONU a propósito del Sexto Examen Periódico del Ecuador en materia de derechos humanos. Allí no cuentan campañas intensivas de propaganda, ni argumentos forjados.
Los informes alternativos presentados por decenas de organizaciones y colectivos de la sociedad civil, debidamente documentados y respaldados, contienen demasiadas evidencias como para ser desechados olímpicamente, tal como lo haría el régimen correísta puertas adentro. Y las denuncias de violación sistemática de derechos humanos son demasiado diversas como para pretender reducirlas a un simple asunto de “actores políticos encubiertos tras los medios privados de comunicación”.
Las acusaciones en contra del Estado, y por ende del Gobierno, abarcan temas como incitación al odio, censura, linchamiento mediático como estrategia gubernamental, persecución a las organizaciones de la sociedad civil, violación de la libertad sindical, violación de los derechos de las mujeres y de las minorías étnicas, ausencia de una justicia independiente, extralimitación en el uso del estado de excepción, desproporcionalidad en el uso de las figuras de sabotaje y terrorismo, violación de los derechos de participación electoral. Es decir, un sumario de atropellos que haría sonrojar de envidia a cualquier dictadura latinoamericana.
A los representantes diplomáticos que operan en esas esferas internacionales debe llamarles mucho la atención que un ciudadano de origen francés, que hoy funge como Canciller del Ecuador, asuma la defensa apasionada de un Gobierno a todas luces represivo. No solo eso, sino que lo hace a la vieja usanza de los gobiernos autoritarios: descalificando a las organizaciones de la sociedad civil. De un hijo directo de la Ilustración se esperaría una posición más abierta y tolerante, menos absolutista con las versiones oficiales. Pero la lógica del poder se impone.
Aclarar tantos abusos es tarea complicada, pues el correísmo enfrenta un problema complejo: las acusaciones por violación de derechos humanos en contra del régimen son cada vez más reiterativas. El Gobierno se ha vuelto un asiduo ocupante del banquillo de acusados. Y las iniciativas provienen de colectivos ubicados a la izquierda del espectro social e ideológico. Difícil achacarle a la CIA, o a una conspiración internacional, las denuncias de organizaciones con una dilatada trayectoria de lucha por derechos fundamentales.
Es más, hoy, hasta una autoridad del Estado, el Defensor Público, demuestra que tenemos un sistema judicial que se ensaña con los pobres y favorece a los ricos.