Cuando a los portavoces de los organismos creados o reformados por la administración anterior se les escucha defender la institucionalidad, es inevitable sentir un helado escalofrío que recorre el cuerpo. Mencionan que durante la infausta década que controlaron el poder, crearon una nueva estructura que modernizó a la caduca armazón legal recibida como legado cuando accedieron al gobierno. La verdad es que, como buenos aprendices de los totalitarismos, lo único que les preocupó fue modificar las normas para controlarlo todo, conseguir una justicia sometida a sus dictados, integrar los órganos de control con personas que mirasen hacia otro lado, en vez de preocuparse que no se atraquen los fondos públicos; y, principalmente, funcionarios de todo rango y nivel que se encarguen de socapar sus travesuras para mantener su poder incólume, sin visos ni rastros de sus trapacerías que les delata de cuerpo entero y los hace ver como realmente son: seres de una voracidad insaciable que han protagonizado el mayor saqueo registrado por la historia. Por ello no sorprende, pero indigna, cuando por la fuerza de las circunstancias se encuentran en la mira de la sociedad que los observa asqueada de comprobar tanta corrupción, que ahora esgriman la muletilla de la legalidad cuando a su tiempo arrasaron con todo principio y norma que se oponía a sus intereses, hasta construir un remedo de estado de derecho donde la supremacía de la ley es una simple quimera.
Indispuestos entre ellos, cuando los escándalos confirman que todo lo que se dijo a su tiempo era verdad y circulan por las redes documentos y registros que muestran cómo, de manera impúdica, hicieron una repartición de los órganos de justicia, donde fuera de cualquier mérito el acervo mayúsculo para ocupar un cargo era haber sido colaborador o mostrar simpatías hacia el régimen, la sociedad entera ve que la seguridad jurídica es una entelequia y que nadie, en lo absoluto, se encuentra libre de convertirse en reo de un estado inquisidor.
Así no es posible de ninguna manera atraer inversión ni local ni foránea. Se podrán hacer arengas y discursos que hablen que vivimos otro tiempo pero, si no se realizan cambios profundos que transmitan a los ciudadanos certezas que si mañana tienen una disputa con el Estado, de cualquier naturaleza, por un contrato, una determinación tributaria, una pretensión ilegítima o abusiva de cualquier autoridad administrativa, y no existe la garantía que ese diferendo sea resuelto por jueces probos e imparciales que no se sientan intimidados por el poder, los esfuerzos serán vanos y solo serán escuálidos los capitales que se atrevan a arriesgar en el país.
Es necesaria una cirugía mayúscula de manera apremiante. No se puede continuar en el actual orden de cosas como si las estructuras estuvieren funcionando de maravilla. La descomposición amenaza con arrasar la poca credibilidad remanente, poniendo en grave peligro los cimientos mismos de la nación. La tarea es urgente.