Democracia plebiscitaria

1.- El dogma de la mitad más uno. Siempre me ha parecido que la democracia como forma de gobierno y teoría de justificación del poder, tiene méritos, pero adolece de un riesgo esencial: que el viejo concepto de la “voluntad general” de la que hablaron los liberales del siglo XVIII, termine convertido en un sistema de dictadura de mayorías, de despotismo legislativo o plebiscitario, y de sorteo de la felicidad pública. Esto es aún más complejo si consideramos que el imperio de la mitad más uno no siempre es el resultado de la convicción de los asambleístas o votantes, ni de su entusiasmo patriótico. Con frecuencia, es el producto de la falta de información, de la superficialidad cívica y de la incuestionable influencia de la propaganda.

El partidismo propició esa deformación y ha sido su usufructuario. Pero el despotismo de las mayorías alcanza su mayor tensión y su máximo riesgo cuando se asigna a congresos o asambleas populares poderes omnímodos y potestades absolutas sobre todos los ámbitos de la vida de las personas, y cuando se cree erróneamente que las mayorías no son solamente un método inevitable, y en ocasiones, riesgoso e imperfecto, para tomar decisiones, si no que, además, se les atribuye la virtud de descubrir la verdad política o la razón jurídica. Esto proviene de la pretensión dogmática de que la democracia no sea solamente un método político -que eso es solamente- sino una religión y una ciencia o una piedra filosofal, lo que definitivamente no es.

La “mitad más uno” no es sistema para descubrir la verdad, ni siquiera una forma de establecer la justicia. La mayoría no es dios ni es la varita mágica para encontrar la felicidad, peor si es precaria o relativa. Es, simplemente, una suma de voluntades individuales concurrentes sobre un asunto coyuntural determinado, susceptible de acierto o error, de manipulación, pasiones o desinformación. La democracia encontró en la mitad más uno la pragmática solución para zanjar discrepancias, adoptar decisiones y elegir mandatarios. Ni la ciencia política ni la imaginación han podido, hasta ahora, encontrar un método sustitutivo, que elimine ese sabor a sorteo del destino nacional que tiene el método de las mayorías.

2.- El supuesto de la sabiduría popular. La democracia directa, y en especial, su versión plebiscitaria, parten del dogma de la sabiduría popular. La condición equivocada de esa tesis queda de relieve cuando se plantea que “el depositario de la soberanía” legisle por vía de referéndum, es decir, que decida sobre temas extraordinariamente complejos de ciencia política. El supuesto -erróneo, por cierto- es que la gente conoce a fondo lo que mejor conviene al país, porque habría examinado los problemas y estaría en condiciones de adoptar una decisión informada, objetiva, limpia y no inducida. Sin embargo, con frecuencia, queda patente la falsedad de tal teoría, porque, si se la examina sin pasión, se concluye que la sustancial mayoría de la comunidad no sabe casi nada de lo que se le consulta, o tiene apenas nociones elementales, cuando no erradas o inducidas por la propaganda o desviadas por la imagen de quien formula la pregunta, o promueve la consulta. Esa clase de voto no constituye decisión propiamente dicha sobre el tema esencial del referéndum, al contrario, es un homenaje, o una repulsa, a quien pregunta. Es una respuesta a la propaganda, o al carisma.

3.- “Videodemocracia” y referéndum. En los tiempos de la “democracia del balcón” la relación entre el líder y la masa de votantes era distante, formal y, sobre todo, eventual. La percepción del poder era distinta para los de abajo y para los de arriba. La televisión, agente político determinante en la democracia moderna, generó un nuevo sistema de relación: ahora el carisma se construye en la pantalla, y la presencia de los gobernantes y, en menor medida, de los opositores, es asunto cotidiano: todos ellos se “meten en la casa”, son virtuales y forzosos invitados y parecería que están en todas partes. Por lo mismo, su capacidad de comunicación se ha centuplicado. Los personajes ya no son lejanos, están allí, a la mano y cada día. En ese contexto, su imagen invade escenarios, inunda imaginarios y suplanta a todo lo demás. Se trata de una “democracia” de imágenes, donde, con escasas excepciones, el razonamiento y hasta la imaginación ya no hacen parte del análisis de los conceptos políticos que se manejan o proponen. El contenido del referéndum -usualmente conformado por arduos asuntos legales- en la práctica, se ignora y el voto se convierte en respuesta emotiva a las imágenes, con las que juega la propaganda, y en la que opera, como gran consejero, el sondeo, que permite modular e inducir la conducta y manejar las percepciones del potencial votante, conforme la estrategia de comunicación lo imponga.

La imagen de los personajes, sus gestos y estilos, y la modulación de sus planes y acciones, en función de los mensajes que envían los sondeos, hacen imposible que los debates se centren en la sustancia del referéndum, y transforman a cualquier consulta en una decisión sobre lo que nunca se preguntó, o sobre lo que se preguntó pero con el condimento de la propaganda, cuya frecuencia y agresividad reemplazan al juicio individual de los ciudadanos más desinformados, que son la sustancial mayoría.

La incuestionable vigencia de la “videopolítica”, en términos de Sartori, explica, además, la necesidad imperiosa de contar con medios de comunicación, y de ejercer control sobre los que no son propios. Es que ahora la sociedad se modula desde la pantalla, y el poder tiene en ella a un aliado casi imbatible.

4.- El enemigo reciente. Sin embargo, a la “videodemocracia” le ha surgido un enemigo reciente, poderoso, difuso y recursivo: las redes sociales, que más allá de su papel en la comunicación, están gestando en todo el mundo un sistema de oposición y un método de reflexión que, sin duda, dará mucho que hablar y pensar en el futuro inmediato.

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