Que la democracia provocaría la racionalización de la política; que conduciría a elevar el debate; que civilizaría las tácticas del poder; que inauguraría tiempos de tolerancia; que rompería las dinastías que apunta desde siempre a eternizarse; que haría del pueblo el protagonista y el gestor. En fin, que sería el mejor sistema para designar a gobernantes y legisladores. Todas estas y muchas más fueron las insignias del nuevo régimen; con ellas llegó la democracia y su legitimidad en las épocas de gloria.
Estamos asistiendo, sin embargo, a la decadencia de la democracia representativa, al declive de lo que fue una ruta hacia la esperanza. Estamos asistiendo a fenómenos que han mediatizado a la República, que han hecho del debate un circo y de la propaganda el nuevo catecismo. El declive de la democracia no es asunto circunstancial ni es pasajero. Es un problema de fondo en el que hay que pensar más allá de las elecciones, porque, aquí y en todas partes, está en entredicho la representatividad de gobernantes y legisladores, la legitimidad de las mayorías, la eficacia del voto. Está en entredicho el derecho a mandar a gente en la cual crece el descrédito de todo y de todos. Está en cuestión el poder, y al estarlo, las instituciones pierden piso y comienzan a registrar fisuras que advierten la decrepitud a la que se ha conducido a la República.
Defender al sistema haciendo la vista gorda de los dramas que le aquejan, es imperdonable irresponsabilidad. Si se cree en la democracia, hay que poner por delante sus defectos y señalar con franqueza las epidemias que sobre ella han traído la propaganda, las empresas electorales y el populismo. Hay que discutir el declive de los partidos y el crecimiento del personalismo, y por cierto, esa persistente agonía de las instituciones. Hay que discutir el hecho de que los postulados que fueron sacrosantos, hoy suenan a hueco, a mentiras convenidas, a disimulos pactados. Lo demás, los discursos, los lugares comunes y la literatura de folletín son máscaras para ocultar la devaluación de un sistema.
Entretenidos en elegir, agobiados por plebiscitos y campañas, engañados por las banderas y las ofertas, abrumados por el escándalo de cada semana, asistimos a lo que puede ser el final de la república entendidas como espacio de racionalidad política. La fatiga de los electores, la falta de ideas y el desierto de debates son síntomas de lo que afirmo. Incómodo será aceptar que tras los bombos y platillos de los que ganan, y tras el despecho de los que pierden, se oculta algo más grave: el hecho de que la civilización del espectáculo está liquidando lo que hasta hace poco fue el referente más firme de las sociedades.
Esto es como el baile que se prolonga hasta la madrugada, a sabiendas de que después vendrá la resaca, la angustia y la dura confrontación con el feo rostro de la realidad.