Imaginemos una de esas escenas que solían ocurrir en nuestros pueblos en los aletargados días de la Colonia: las campanas de la iglesia tocan a rebato; criollos y pueblo llano acuden presurosos al templo; nadie, ni culto ni zafio, quiere perderse el sermón que pronunciará el “pico de oro” de moda, docto orador sagrado cuya elocuencia -según corre la fama- conmueve a la feligresía. Llegada la hora, el predicador revestido de solemne gravedad asciende al ornamentado púlpito desde donde clama, invoca, impreca, salva y condena haciendo gala de culterana erudición mientras, abajo, el pueblo lo escucha entre abobado y adormilado. De entonces para acá, nuestra sociedad no ha dejado de admirar, hasta la fascinación al orador que utilizando retórica resonante y gesto dramático cautiva a un auditorio. Heredero de una cultura verbalista (no lectora) el vulgo cae hechizado ante aquel que le “habla bonito”.
Ello explica el porqué Velasco Ibarra encandiló al pueblo durante cuatro décadas. “Dadme un balcón –decía- y ganaré las elecciones”. El “profeta” llegaba a la plaza de un pueblo donde una abigarrada multitud de campesinos lo esperaba. Una caravana de vehículos lo seguía. Un reventar de trueno y cohetería y un alocar de campanas anunciaba la triunfal entrada. Entre tanto, Velasco –enjuto y austero como un cura de aldea-, subía a un balcón y desde allí saludaba a la masa –su “chusma”- y con voz desgarrada hablaba de honestidad, moral, sacrificio y grandeza de alma. El pueblo, electrizado, lo escucha por horas. Paternal y ascético, alguna vez dijo: “Quiero seguir siendo pobre para tener el alma revolucionaria”.
En los días que corren el panorama ha cambiado radicalmente. La política, como otras manifestaciones de la vida pública, ha devenido un espectáculo cursi y grotesco que se exhibe desde una tarima y en la que sus actores compiten en banalidad y mal gusto con la peor farándula. Con poquísimas excepciones, los candidatos a dirigir el Estado hablan al pueblo no para dar una lección de civismo y sensatez, no para anunciar soluciones realistas a los problemas que enfrenta el país, sino para exacerbar los peores sentimientos, ofrecer lo imposible, el baratillo de la felicidad, la pachanga perpetua, descalificar al adversario. La masa no se mueve por razones, sino por impulsos que despiertan las circunstancias, los nacionalismos espurios, los resentimientos de clase. Hoy la masa tiende a gobernar a través de un hábil demagogo que la controla, impone un estilo impersonal de vida, acepta al que grita la consigna de moda, al que obra como “todo el mundo”; los otros, los distintos, aquellos que piensan diferente no son tomados en cuenta, son segregados. Haciendo de juglar circense, el candidato canta, baila y divierte, lo que importa es entretener a la masa; él sabe que la sandez de los “respetables” resulta más divertida que la de los verdaderos payasos.