Degradación ética y legal

Desde cuando Correa asumió el poder prometiendo respetar, no la Constitución Política, sino el genérico e impreciso "mandato popular", se inició un período en el que la degradación de los principios legales y de la conciencia ética ha crecido imparable.

Fue torpemente elaborada una nueva Constitución en la que las dóciles mayorías no pretendieron concretar modernos principios de respeto a los derechos humanos, ni eficaces mecanismos para fortalecer la democracia y las libertades, sino un conjunto de normas adaptables a los requerimientos del poder, a fin de asegurar la instauración y la permanencia de una revolución concebida en el extranjero, por mentes extranjeras, impuesta a un pueblo confiado y de buena fe -como, a Dios gracias, es el ecuatoriano- una constitución, en suma, hecha a la medida de las ambiciones de un presidente ávido de poder.

Pronto, escandalosas tanto como ridículas elucubraciones revolucionarias coronaron a Correa jefe de todos los poderes del estado y auspiciaron un peligroso mesianismo criollo. "Yo soy el pueblo", proclamó Correa y concluyó que la tan predicada participación popular directa en la vida política de la nación se hacía por intermedio suyo, nuevo Luis XIV.

Constitución y leyes pasaron a ser simples referentes a los que el gobierno adhería o violaba según sus conveniencias circunstanciales. La ley dejó de obedecer al interés general y procuró prolongar indefinidamente la "revolución ciudadana", es decir un sistema autoritario que, gracias a la sumisión innoble de sus partidarios, entregó a Correa la facultad incuestionada de determinar lo que el Ecuador necesita para marchar triunfante hacia "la victoria siempre".

Muchos de sus ciegos seguidores, que auspiciaron sus ambiciones caudillistas, empezaron a arrepentirse y -tardíamente- a ver claro. Tuvieron entonces que beber el veneno del odio y los insultos que habían socapado por tanto tiempo.

Cuando uno de ellos, haciendo uso timorato de facultades de control que nunca ejerció, se atrevió a "exhortar" al semidiós a no intervenir en el proceso electoral, recibió la jupiteriana respuesta: "Te exhorto a que no me exhortes".

Y así, en ejercicio de todos los poderes, a los que añadió la comandancia en jefe de las Fuerzas Armadas, llegamos a la época en que la corrupción -hija legítima de abusos y arbitrariedades- ha estallado estruendosamente. Presionado por el escándalo, el poder anuncia que investigará a anteriores gobiernos mientras a los delincuentes confesos de la década correista los trata con lenidad sospechosa. Y, con audacia censurable, pasa por alto la responsabilidad de haberlos nombrado y mantenido por años en el poder, auspiciándolos y homenajeándolos. Los ex compinches se lanzan mutuamente el lodo acumulado.

Este malhadado sistema de desgobierno no puede continuar.

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