@cmontufarm
En mi columna de la semana pasada propuse que la mayor debilidad del país, en este momento de crisis combinadas de orden económico, político y natural, radica en la incapacidad del liderazgo político para procesar situaciones de gobernabilidad complejas, que requieren algo más que la venta de recetas mágicas.
En verdad, nuestro país ha sido prolífico en producir caudillos, salvadores, mesías, líderes carismáticos ganadores de elecciones, pero bastante mezquino para generar políticos que aquilaten el oficio de labrar consensos, sumar de voluntades, viabilizar soluciones imperfectas tanto como posibles. Y es que los electores y ciudadanos ecuatorianos tienden a despreciar la dimensión negociadora de la política y siempre están dispuestos, en cambio, a sobrevalorar y premiar la política guerrera del triunfo y el aniquilamiento del otro. Como sociedad, políticamente aún vivimos atrapados en el mito de que todos los problemas se superan con soluciones simples, que es cuestión de voluntad política, de valentía, de coraje el afrontar las dificultades que aparezcan; que la política pública es cuestión de escoger entre dilemas absolutos y que la sobreideologización del discurso es la mejor pócima para afrontar cualquier desafío.
Todo eso sirve cuando se tiene mucha plata o cuando los problemas no son mayores. Las cosas se ponen color de hormiga cuando afrontamos situaciones complejas inmunes a la voluntad política, al maniqueísmo y a la sobreideologización. Quedamos, entonces, desarmados políticamente lo cual se traduce en una trágica parálisis para la acción. Algo así le ocurrió al presidente Correa hace algunas semanas, cuando ante la grave crisis que vive el país no se le ocurrió mejor diagnóstico que decir que el problema de la revolución ciudadana era no llenar con sus partidarios en 30 minutos la Plaza Grande y que afrontar tal problema, destacaría nada menos que al canciller de la República. Así, el Presidente dejó atónitos a propios y extraños, pero sobre todo demostró que no tenía la más pálida idea de qué hacer. Y, en gran medida, lo mismo le ocurre a la oposición o a las oposiciones. En pocas palabras, hemos aprendido a hacerle la contra al oficialismo, pero adolecemos de enormes carencias a la hora de interpretar y ofrecer salidas a la crisis sistémica por la que atraviesa el país. Con ello afirmo que el déficit político que padece el Ecuador no es un problema que solo atañe a la casta gobernante, sino que topa a la clase política ecuatoriana en su conjunto.
Pero el problema es que, una vez más, en el presente afrontamos una crisis sistémica y no estamos políticamente preparados. Una crisis sistémica como la que asoló el Ecuador a fines del siglo pasado y que arrasó con el régimen político que heredamos de la transición democrática. Un ciudadano se presentó como la alternativa y hoy nos desayunamos con que el remedio fue peor que la enfermedad. Ojalá en esta oportunidad aprendamos la lección de que la política cuenta y que debemos superar el déficit de ella que arrastramos, sino queremos nuevamente sucumbir engañados por encantadores de serpientes.