El humor, la caricatura, no necesitan defensores. Se defienden solos. Florecen en cualquier lugar donde haya un resquicio de humanidad. Pero dado que en estos días se quiere sentar en el banquillo de los acusados al caricaturista Bonil, y dado que se está intentando tipificar el humor como un delito pesquisable y punible, no viene mal hacer una apología del derecho a sonreír, a reírse de uno mismo, de los otros y, desde luego, del poder y de los poderosos.
Porque el humor es una de las pocas cosas de las que no pueden apropiarse quienes tienen el poder, por más que sean dueños de las instituciones y del Estado y, en cierto modo, hasta de las voluntades de una mayoría y de la verdad -de su verdad oficial desde luego- en propiedad horizontal.
Al poder no se le da bien el humor. A lo mucho, el recurso que le queda es tomar el humor con sentido del humor. Ahí está el ejemplo de grandes estadistas que no se tomaban tan a pecho las críticas, serias o satíricas, hasta el punto de ver en ellas un peligro de agitación social, o tenían salidas humorísticas, al estilo del catedrático que, cuando encontró en su escritorio un fardo de alfalfa con el cual pretendían insultarlo, no perdió el aplomo y atinó a decir: ‘parece que a alguien se le olvidó su comida’.
Pero no. Cuando la criminalización de la protesta ha sido acatada socialmente; cuando se presenta como un atentado contra la seguridad la intención de crear una agencia noticiosa por los supuestos vínculos de una de las organizaciones financistas; cuando se lincha mediáticamente a los ‘denunciólogos’ y se hacen allanamientos con una admirable coordinación institucional que no respetó los derechos de un asambleísta, para investigarlo por supuesto espionaje, no es extraño que también se quiera convertir al humor en delito. Y que, paradójicamente, en los medios oficiales se pretenda hacer humor contra los críticos del poder, aunque la intención termine en un mal chiste.
Ojalá no se les ocurra a los funcionarios de turno seguir adelante con este sinsentido, que incluye un ‘informe técnico’. ¿Será para investigar si la caricatura fue hecha con tinta estadounidense o con tinta china? Ojalá no lleguemos al extremo del acucioso forense que quería hacer la autopsia a un humorista para encontrar dónde estaba el chiste. Y ojalá no se pretenda declarar al Ecuador un país campeón en penalizar el humor, como sucedió con otros grandes inventos como la autoría coadyuvante. Sería un pírrico triunfo cuyos prolegómenos ya están causando tanto perplejidad como risa en el exterior, así como una serie de reacciones en el Ecuador deliberante que se expresa en las redes sociales.
Pero no hay que tomarse a broma lo que hay detrás del proceso que se le sigue a Bonil, porque está en juego el ejercicio de un derecho de libertad. Y porque el humor, por fortuna, es cosa seria.