¿Quién decide?

Un país vive una democracia auténtica cuando el pueblo es el que decide y escoge su destino, pues en él reside la soberanía, la fuente del poder y la potestad de dictar la ley y administrar la justicia. En las antiguas monarquías absolutas tanto como en las modernas dictaduras y autocracias (unas desembozadas y otras enmascaradas tras una equívoca legitimidad), la soberanía es secuestrada por caudillos, partidos políticos y oligarquías que gobiernan un país sin limitación alguna promulgando leyes a su voluntad y capricho. En tales casos, son ellos y no el pueblo quienes marcan el camino por el que deberá trajinar una nación, decisiones encaminadas, por lo general, a perpetuar en el poder al gobernante y su grupo.

En tales casos, la democracia entendida como el gobierno del pueblo y por el pueblo, tal como lo proclamó Abraham Lincoln con sencilla y clara lógica, ha desaparecido. Hoy en día la democracia debe ser participativa.

Los ciudadanos son llamados a cooperar en la formación de la voluntad colectiva y en la toma de decisiones que conciernen al conjunto de la sociedad. Tal es el fundamento de la estabilidad del sistema. Si esto no se respeta surge lo inevitable: una tensa relación entre el grupo gobernante y los gobernados. El primero tratará de conservar el mando y el control de la sociedad con métodos cada vez más represivos, y los segundos no cejarán en su empeño por recuperar la soberanía perdida y la vigencia de las libertades que permiten el ejercicio de la democracia.

La peculiaridad de una democracia participativa no reside únicamente en ganar unas elecciones y llegar a ser mayoría (lo que no autoriza a descalificar a la minoría por ser minoría), sino en el hecho de procesar las opiniones no coincidentes, construir acuerdos y consensos que beneficien al conjunto de la sociedad.
Por más carismático que pudiera parecer un caudillo no se puede confundir su persona ni la idea que él encarna con el destino de un pueblo. El bonapartismo es un retroceso histórico. Napoleón III (“le petit”, como lo tildó Víctor Hugo) decía: “Está en la naturaleza de la democracia personificarse en un hombre”. Nada más equivocado. La idea de que existen caudillos capaces de llevar a un pueblo a una tierra prometida es tan arcaica como peligrosa. Los resultados de tan nefastas utopías no pueden ser soslayados: ahí está el estalinismo soviético, ahí el tropicalismo chavista.

En estos mismos días los ecuatorianos somos espectadores de un debate cuyo grave asunto compete a todos, pues está en juego el futuro de nuestra democracia, un dilema y una disyuntiva: confirmar el sano principio de la alternabilidad del gobernante en el poder de la República (norma consagrada en la Constitución) o dar paso a su reelección indefinida. ¿Quiénes deberían decidir en un asunto trascendente como este? ¿Un centenar de asambleístas nacionales que pretenden arrogarse facultades para modificar la Constitución o usted lector, el pueblo en su conjunto y cuya voz no quiere ser oída?

jvaldano@elcomercio.org

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