Estamos ante un tema complejo y sensible. Complejo porque afecta a los intereses del Estado y a la matriz productiva del país. Lo que hagamos ahora influirá decisivamente en el futuro del Ecuador por muchos años. Sería una ingenuidad pensar que el cambio que se plantea (explotaciones masivas de alto valor ecológico) pueda hacerse sin dañar el ecosistema y la propia convivencia humana, incluidas las personas, los pueblos y las culturas. Y, al mismo tiempo, se trata de un tema sensible porque hay intereses contrapuestos. Si, por un lado, no podemos renunciar al desarrollo, por otro, la defensa del medioambiente se vuelve para muchos una prioridad.
“Custodios de la creación”, los cristianos no podemos vivir indiferentes ante los escenarios productivos. Además, no toda forma de desarrollo es compatible con la justicia social, el respeto a las personas y al bien común.
Hoy, ante la mayoría gobiernista en la Asamblea, corremos el riesgo de someter cualquier crítica o aporte a la fuerza del rodillo oficial. Las victorias aplastantes son evidentes, pero tienen sus peligros. En el caso que nos ocupa, el peligro consiste en que la nueva ley minera no sea suficientemente debatida. Además, muchos de los asambleístas son ajenos a anteriores debates, desconocedores de un tema que no se puede improvisar.
No se trata de hacer una defensa ciega de la ecología, al margen del desarrollo de nuestro pueblo. Se trata de garantizar una explotación al servicio del hombre y la dignidad humana, respetuosa y equilibrada desde los intereses generales, que garantice la conservación de la tierra, del agua, de cuanto hace habitable nuestro planeta, nuestro pequeño mundo ecuatoriano.
Las leyes no pueden, no deben ser un “trágala”. Las reformas van más allá de lo que pueda discutirse en el hemiciclo de la Asamblea. En temas como este toda la sociedad se convierte en sujeto de participación ciudadana. Por eso, bueno será que el Gobierno escuche a la oposición, a los actores sociales, especialmente consulte a las comunidades afectadas, a los indígenas, a los movimientos ambientalistas, etc.
Posiblemente, a los que ven la realidad desde un punto de vista meramente mercantil o productivo les parezca una pérdida de tiempo. Pero, consultar es un deber y una obligación. ¿Para qué? Para consentir una auténtica participación ciudadana, algo que no sólo es político sino generador de cultura democrática. También para vigilar que la explotación minera responda a los intereses humanos y no sólo a los del mercado. Para garantizar el cumplimiento de condiciones laborales dignas. Para que regalías y utilidades beneficien a las comunidades afectadas y al bien general del país. Y, además, para prevenir los actos de corrupción, una auténtica amenaza cuando hay tanta plata de por medio.
Y un último acento: aprobada la ley no basta con aplaudir. El Gobierno deberá facilitar el trabajo de las veedurías y ejercer los debidos controles de calidad ambiental. No se olviden de lo que decía Kalikatres Sapientísimo: quien hace la ley hace la trampa.