Seamos francotes. Si bien no hay evidencias que los ecuatorianos seamos más feos que los de otros países, si es palmariamente claro que en este país no nos ocupamos de debates serios y profundos. La Asamblea es un ring de confrontación estéril, no un foro de intercambio de ideas. Peor, la Asamblea Constituyente fue una farsa. Los procesos electivos no aseguraron representatividad suficiente de los diferentes actores nacionales, y los debates fueron una mera y pobre pantalla (los textos aprobados eran misteriosamente cambiados).
Ahora nos damos cuenta que si queremos tener democracia debemos descontaminar las instituciones estatales de los rasgos fascistas instalados por Correa. Se debería entonces generar un debate, ¿consulta popular o asamblea constituyente?
Rápidamente un poderoso –y válido– argumento lo sofoca. ¿Estamos empecinados en ser el país con mayor número de constituciones? ¿Por qué no miramos afuera y entendemos que las constituciones tienen que ser piezas únicas, de estabilidad permanente?
Pero claro, frente a estas preguntas se plantean otras opuestas, igualmente aplastantes, ¿una consulta será suficiente para reinstalar la democracia? ¿No es esto un parche tan débil que llega al extremo de ser infantil?
Hacer lo correcto nos requiere una Asamblea Constituyente; pero nuestro exagerado número de constituciones hace que el solo hecho de plantearlo sea visto como una propuesta sacrílega. Propongo entonces un debate diferente, ¿será que estamos entendiendo correctamente lo que significa una constitución para el pueblo ecuatoriano?
¿Por qué la definición de Constitución nos tiene que venir de la doctrina elaborada en otros países, por encima de nuestro propio desarrollo histórico?
Una constitución es una norma fundacional del Estado, que declara los derechos de los individuos y divide los poderes de las más altas instituciones públicas. En Ecuador, la Constitución ha sido una norma que modifica la concepción de los derechos individuales y reconfigura el orden institucional en función de una nueva estructura de poder. Por eso ha variado tanto.
Con la llegada del autoritarismo populista se promulgó una constitución que –entre otras cosas– instala el hiperpresidencialismo. Tendría sentido que si cambiamos la estructura de poder, hacia la democracia, cambiemos el aparato público, ergo la constitución. ¿No sería esto más acorde con nuestra idiosincrasia y procesos históricos, que un constitucionalismo internacional ajeno?
Planteando este debate cumplo una promesa que hice hace poco en una entrevista al excelente periodista Miguel Molina. Le exhorto a que responda, planteando su posición; puesto que yo mismo sigo dubitativo respecto a mi postura final.
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