Aquello del pajarito mensajero de Maduro, lo del micrófono abierto de Mujica, el fallido embalsamamiento del cadáver del comandante Chávez y otras travesuras similares, me hacen pensar que la política latinoamericana no ha evolucionado desde los tiempos en que el general Santa Anna, de Méjico, hizo enterrar a su pierna, perdida en combate, con honores napoleónicos. Y por alguna escondida razón, me recuerda cuando el emperador Calígula nombró cónsul a su caballo Incitatus. El déspota romano decía que el animal le hablaba, y que era su mejor consejero. Ahora, quien habla, o pía, es un pajarito.
Lo del ave mensajera es puro realismo mágico, como lo es el episodio de doña Cristina Fernández jurando como presidenta de la República, no por la Constitución argentina, sino “por Él”, e invocando en el acto de posesión a la sombra de su marido muerto. Corresponden al mismo estilo literario-político el chamanismo y las limpias que han practicado otros personajes latinoamericanos, que no han dudado de apelar a tan sui géneris recurso en procura de llevar el concepto y el vicio, de la popularidad, a extremos que superan episodios de novela.
La historia de América Latina es fecunda en estos temas al punto de podría escribirse, en varios tomos, una antología del disparate, que, según el talante del lector, resultaría entretenida, ofensiva o escandalosa. Esta es la razón por la cual el realismo mágico surgió en la literatura. La vida real de estos países, y las aventuras y desventuras de los dictadores y generales, es una cantera insuperable de inspiración. En muchos casos, los autores de la “novela del poder” contaron con pelos y señales el episodio, e hicieron un extraordinario reportaje, dotado de agilidad, con algún adorno literario y una que otra digresión y nada más, como en la ‘Fiesta del Chivo’ de Vargas Llosa. En otros, la tarea habrá sido más ardua, porque el autor debió meterse en el alma oscura y sinuosa del dictador. ‘Yo el Supremo’, de Roa Bastos y ‘Oficio de Difuntos’, de Uslar Pietri son buenos ejemplos.
Sea como fuese, a las alturas del siglo, personajes que son dirigentes y hombres de poder, siguen oficiando esta especie de ritos mágicos, y protagonizando episodios que, más allá del enfermizo afán de popularidad, son capítulos del mal cuento que es la democracia latinoamericana, telenovela que ha transformado a las repúblicas en teatros, a las elecciones en concursos de belleza, y al Estado de Derecho en ficción que camufla y esconde a los verdaderos argumentos que guían a la vida pública: la fría voluntad de poder y la consigna de fundar dinastías duraderas y, si es posible, eternas, para que nunca más lleguen a los gobiernos otros, a quienes se les ocurra husmear en las travesuras de tantos “jefes supremos”, y seguir los rastros que siempre quedan y los cabos sueltos que no se juntan…