No me refiero a las cumbres de los volcanes, ni a las de la literatura o de la ciencia. Me refiero a otras cumbres, las de la retórica: esos peculiares y costosos eventos que convocan a presidentes, caudillos, dirigentes de organismos internacionales, periodistas, analistas y toda suerte de burócratas y turistas políticos que disfrutan, por unos días, de forzosa vigencia, que algunos optimistas confunden con la gloria, y que trastornan la vida de las ciudades que sufren el papel de anfitriones de semejantes espectáculos mediáticos.
Espectáculos mediáticos porque, en realidad, lo que trasciende para consumo del público y de los medios de comunicación, es lo que viene meticulosamente preparado. Lo que se ve y se escucha es lo que se ensayó tras bastidores en los impenetrables cenáculos de la diplomacia; lo queda registrado en declaraciones y discursos, es lo convenido previamente.
Las cumbres responden a la cultura del espectáculo. Las cumbres se hacen para el consumo del público, que en la dimensión política se llama pomposamente “pueblo” y, por eso, son material susceptible de propaganda. Son un capítulo más de la interminable secuencia de la novela por entregas en que se han convertido las relaciones internacionales.
Fuera de las cumbres, lejos de los cocteles, y mirando las cosas desde la perspectiva del ciudadano común -de quien soporta la congestión que provoca el tránsito de los notables y sus séquitos- uno se pregunta si esos eventos tienen utilidad, si contribuirán a cambiar al mundo, a mejorar la sociedad o asegurar que las ciudades no sean más esos espacios insufribles en los que colapsa la intimidad y naufraga la seguridad; si ayudarán a postergar la destrucción del mundo por la contaminación; si más allá de la pomposa satisfacción con la que se retiran sus protagonistas, quedará un mandato vinculante para los estados y obligatorio para los populismos; si los enunciados podrán, algún día, transformarse en instrumentos eficaces.
Se dirá que las cumbres suscitan el interés por el país anfitrión, que activan el turismo y lo ponen en el mapa de la visibilidad universal. Es probable que sea así, pero, en lo sustancial, y más allá de esas dudosas ventajas colaterales, tengo serias dudas de que esos eventos, que reúnen a la flor y nata de los poderes del mundo, sean herramientas eficaces de la nueva diplomacia. Me pregunto si vale la pena tanta literatura novelera, y si alguno de los innumerables organismos, uniones, clubes, etc., son algo más que membretes y podios en que prospera la retórica.
La verdad es que la voluntad política se conduce por otros cauces, los intereses invisibles son distintos. Tras los oropeles y bajo las alfombras rojas, funcionan otras realidades. Las sonrisas son eso: sonrisas y nada más.
fcorral@elcomercio.org