Enrique Pinti
La Nación, Argentina, GDA
Hace muchos años, allá en la infancia del veterano que esto firma, solía decirse: “El vivo vive del tonto y el tonto de su trabajo”.
Como casi todos los refranes populares, el dicho tenía un contenido discutible pues tachaba de tonto al que tenía el buen hábito de trabajar y calificaba de vivo al embaucador, tramposo que estafaba al incauto. En esa misma época y como contrapartida se pregonaba la necesidad imperiosa de trabajar para conseguir la dignidad que otorga una ocupación productiva para el individuo y, por reflejo natural, para la sociedad.
Los “vivos” siempre existieron como también existieron los burócratas, los que hacen como que trabajan, los que lo hacen a desgano y los que pretenden trepar aplastando cabezas y haciendo zancadillas para eliminar a posibles competidores. Pero sea como fuere el trabajo parecía ser y en verdad era una necesidad primordial y, además, una honra.
En aquella prehistoria, no tener trabajo era una desgracia, pero al mismo tiempo no parecía una tragedia sin solución. Nuestros abuelos, muchos de ellos inmigrantes que habían huido de sus países europeos asolados por hambrunas y desocupación, tenían un lema tajante dedicado a sus hijos: “acá el que no trabaja no come”. Ellos habían aprendido en carne propia la humillación que significaba perder su trabajo y no podían tolerar la idea de, vivir en una sociedad con ofertas laborales y rechazar -o al menos minimizar- la importancia de tener un empleo.
Claro que no todo era un lecho de rosas en aquellos tiempos, porque las explotaciones abusivas que sufría una parte de la población tanto rural como urbana eran públicas y notorias. Si bien el inmigrante podía encontrar con mucho esfuerzo un lugar medianamente digno en la escala social, a veces el autóctono -y ni hablar del aborigen o el integrante del colectivo hoy denominado “pueblos originarios”- estaba sumergido en el abandono, la pobreza y la desnutrición, situación que pese a todos los discursos oficiales desde dictaduras a democracias, desde ultraliberales a ultrabolivarianos y desde conservadores a progres, se siguen repitiendo en la actualidad con más o menos virulencia.
La pérdida de real poder adquisitivo es atacada con medidas que son parches y no soluciones. Estas situaciones son eternizadas y fogoneadas por el permanente mal ejemplo de las clases gobernantes y ciertos grupos privilegiados de todo tipo de poder económico que desvalorizan los esfuerzos de gente honesta que no quiere entrar en acomodos, enchufes, servilismos y corrupciones para lograr un progreso.
¿De qué cultura del trabajo hablamos? No puede haber cultura de trabajo en sociedades donde esa palabra es sinónimo de explotación, subempleo, sueldos de hambre y un espejo deformante de una sociedad ultraconsumista que vende prosperidad, sofisticación, glamour, alfombras rojas y declaraciones de pseudoestrellas descerebradas y enfermas de notoriedad.