Hace ya muchos años, un malicioso entrevistador me preguntó qué pasaría en la cultura ecuatoriana si se llegara a clausurar la Casa, y yo contesté con una sola palabra: nada. Era una de esas épocas amargas que ha tenido el Ecuador, y las sombras de una tenebrosa dictadura habían alcanzado a la Casa de la Cultura, sumiéndola en una triste decadencia: su impronta en el quehacer cultural del país era igual a cero, y contrastaba con la brillantez e importancia de sus comienzos, cuando generó la ideología de la cultura nacional, tan importante para la consolidación del estado después de medio siglo de tumbos, revueltas y desastres.
La situación actual es muy distinta. Aunque la Ley de Cultura contiene disposiciones sumamente negativas para la Casa (hasta el punto que parecerían obedecer a una voluntad expresa de destruirla mediante la ruptura de la unidad institucional), hay que reconocer que también incluye una serie de normas que abren la puerta a las acciones orientadas a favorecer el trabajo individual y colectivo de los creadores del arte, la literatura y el pensamiento.
Tales posibilidades o resquicios han sido asumidas por los responsables de la gestión encomendada a la Casa. Bajo la decidida y atinada dirección de Camilo Restrepo, ha empezado un trabajo planificado con la convicción de que las dificultades impuestas por la Ley pueden ser superadas con un conjunto de actividades orientadas de manera preferente hacia los jóvenes, cuyo horizonte vital está asediado por los peligros de la droga y las adicciones a los dispositivos electrónicos. La ampliación de ese horizonte con actividades creativas, en coordinación con el quehacer educativo, son propósitos que no se puede desdeñar.
Es evidente que, para cumplirlos, la Casa requiere contar con el apoyo del Gobierno, y por fortuna lo tiene: sus máximas autoridades, empezando por el Presidente de la República, son muy sensibles a los requerimientos culturales de la sociedad, y especialmente de la niñez y la juventud, y han expresado su disposición favorable para apoyar la acción renovadora que la Casa se propone, en colaboración con los Ministerios de Cultura y de Educación, ateniéndose desde luego a los límites impuestos por la grave situación de las finanzas públicas.
No faltarán, por supuesto, aquellos que, bajo una falsa interpretación del pragmatismo, consideren que estas tareas y proyectos se encuentran fuera de lugar en un momento en que las preocupaciones del país están absorbidas por la necesidad de diseñar soluciones efectivas para la economía y por la exigencia de acabar con la corrupción generalizada que ha estado escondida bajo el engañoso espejismo de un ingreso al primer mundo. Pero no es así. Precisamente por esas razones, la cultura aparece como elemento indispensable para encaminar la energía social hacia los altos fines de la libertad, la justicia y el saneamiento moral, que son los fines que la sociedad anhela y el gobierno ha prometido alcanzar.