Resulta paradójico que el cultivo de la democracia, sistema esencialmente político, no sea un proceso esencialmente político. Evidencia de ello es el drama que crece a diario en Egipto luego de que las Fuerzas Armadas derrocaran a Mohamed Morsi, único presidente elegido democráticamente en toda la larga historia de ese pueblo. Si bien no podemos darlo ya por fracasado, pasa por serios desafíos el experimento de democratización que se inició cuando la gran mayoría de la sociedad civil egipcia repudió la dictadura de Hosni Mubarak en 2011.
¿A qué podemos atribuir las profundas dificultades que está enfrentando ese experimento, al punto que cabe temer el inicio de una violenta y destructiva guerra civil? Talvez la parte más importante de la respuesta radique en la poca presencia y el poco peso social, entre los egipcios, de los valores, las actitudes y las creencias que hacen posible la democracia eficaz.
Los egipcios menores de 60 años nunca han conocido otra realidad que la dictadura militar instaurada en 1952 que continuó sin interrupción, bajo sucesivos dictadores, hasta hace dos años. Las ideas que sustentan la democracia liberal -libertad individual, pluralismo de ideas, respeto y tolerancia frente a las diferencias, igualdad de derechos para todos incluidas las mujeres, un estado de derecho, contrapesos entre las funciones del Estado– no forman parte esencial de las tradiciones, la educación o la experiencia de vida de una vasta mayoría de egipcios.
El intento democratizador egipcio ha sido y es puramente político. Consiste en el injerto sobre realidades nada preparadas y poco propicias de un conjunto de instituciones y procesos, incluidos una constitución, una corte constitucional, partidos políticos, elecciones, y una legislatura realmente deliberante y no meramente decorativa. La gestación de esas instituciones y de esos procesos duró muchos siglos en los países en los que la democracia está consolidada a plenitud, no solo como sistema político formal, sino como elemento consustancial de las relaciones sociales. Para ilustrar, el primer paso en la larga y tortuosa evolución de las democracias occidentales, la firma de Magna Carta entre los barones ingleses y el rey Juan, ocurrió en 1215, es decir, hace casi 800 años.
Mi conclusión no es que deban abandonarse los intentos puramente políticos por consolidar la democracia en Egipto, o en nuestras sociedades. Es, más bien, que se debe poner mucha más atención de la que se ha puesto en volver propicias las condiciones socioculturales -las creencias, los valores y las actitudes- en medio de las cuales se pretende cultivar la democracia, que no es cosecha fácil y de ciclo corto sino, al contrario, una que solo florece en condiciones exigentes, labradas con esfuerzo perseverante y de largo aliento.