¿Escribo sobre el Yasuní o sobre Agustín Cueva? No, no tengo nada que añadir a la millonaria campaña que desplegó el Gobierno durante seis años para convencernos que ese maravilloso parque con toda su fauna y su flora debía ser preservado, y que los pueblos no contactados que allí habitan deben ser respetados. Digamos que soy uno de los numerosísimos compatriotas que no podemos cambiar de posición de un momento a otro como si se tratara del Kamasutra y que miramos con asombro, por decir lo menos, a las personas que de la noche a la mañana descubren que para salir del extractivismo se necesita más y más extractivismo, aunque marchen indios y pajaritos.
Pasemos a Cueva. En un almuerzo prolongado se acercó a la mesa un escritor joven al que había leído, pero nunca visto. ‘Soy Galo Vallejos’, dijo con un whisky en la mano y me contó que estaba haciendo una biografía de Agustín Cueva, pero que nadie quería poner un dólar para su investigación y que destacados intelectuales de la época de los tzántzicos tampoco se mostraban inclinados a compartir sus vivencias y opiniones sobre el maestro. Que si yo no tenía problemas en hablar.
Ninguno, aunque estuve con él pocas veces. Cueva regresó de Francia a mediados de los 60 y agitó el ambiente cultural con un brillante ensayo llamado ‘Entre la ira y la esperanza’. Cuando entré a la Escuela de Sociología él fungía de director, pero la clausura de la Central le llevó a la Universidad de Concepción, donde hizo publicar un librito con dos obras de Pablo Palacio. Finalmente recaló en la UNAM, el centro académico más importante de América Latina y allí se quedó como profesor y prolífico ensayista. Sí, adoraba a la literatura.
Muy enterado, Vallejos iba aportando datos y precisiones, pero ignoraba que cuando yo empezaba mi trabajo sobre Velasco Ibarra invité a participar al maestro, adjuntándole una serie de críticas a su clásico ensayo sobre el tema. Con la misma sencillez que había desplegado en las reuniones literarias del Café 77, en algún retorno de México vino a buscarme a mí, un guambra desconocido que trabajaba en la Facultad de Economía. Charlamos largamente y se excusó de participar en mi proyecto pues se hallaba rematando su ‘Desarrollo del capitalismo en América Latina’.
Unos tres años después mi exprofesor Rafael Quintero nos criticó a los dos en un volumen lleno de citas de Gramsci, que olímpicamente negaba la existencia del populismo. El estudio dejaba mucho que desear y Agustín Cueva, que escribía muy bien, lo desnudó con soltura. Y cuando empezó una suerte de endiosamiento de Pablo Palacio, les recordó a los nuevos adeptos que él había sido su promotor internacional, pero que tampoco era para tanto. ¡Le brincaron a la yugular! Gran polemista como era, con un texto volvió las cosas a su sitio en un affaire que comenté hace rato en mi columna del diario y que te mandaré por mail, le digo a Galo, porque el tema Cueva recién comienza.