Entre las obras que fueron premiadas por el Municipio de Quito, en diciembre del año pasado, hay una que me ha llamado poderosamente la atención no solo por ser muy novedosa, sino por ser audaz y ofrecer un pensamiento sólido y bien fundamentado.
Titulada“Crítica de la sociedad adultocéntrica”, ha sido editada por la Universidad Católica y se debe al trabajo conjunto de dos jóvenes filósofos: Jorge Daniel Vásquez (Guayaquil, 1981) y Pedro Bravo Reinoso (Cuenca, 1984). Ambos viven y trabajan en Quito y coinciden en haber dedicado su talento a la investigación y la docencia. Aparte de la filosofía, sus áreas de interés cubren un vasto panorama que incluye la pedagogía, la sociología y el análisis del discurso, y versa sobre temas relativos a la educación, la juventud como categoría social, la modernidad, la cultura y la política.
Su libro es el resultado de un trabajo paralelo que han desarrollado independientemente y se ha expresado ya en numerosas publicaciones parciales que se han publicado en Quito, La Habana, Maracaibo, Mérida, Valparaíso y San José, con el aval de varias universidades e institutos de investigación social. Como es de suponer, el prestigio que han ganado en otras latitudes contrasta con el silencio que se guarda en torno a sus nombres dentro de su propio país.
Fue Jesús, si no me equivoco, quien sintió un desengaño semejante cuando fue mal recibido en su aldea natal, y sentenció que “nadie es profeta en su propia tierra”.
El libro parte de una penetrante consideración de la “locura de la modernidad” (la “hybris del punto cero”), que pretendió construir un pensamiento enunciado desde un punto de vista absoluto, tal como si fuese la mirada de Dios. Así nació una sociedad centrada en la prepotencia del adulto, que se concibe a sí mismo como dueño y señor de la Razón, tanto como Descartes consideraba al ser humano como “mâitre et possesseur de la nature”. Parecería que el silencio que aquí se ha mantenido sobre esa obra no hace otra cosa que darles la razón a sus autores. La Crítica (así, con mayúscula) se siente demasiado seria (adulta) para detenerse en la producción de dos jóvenes que apenas pasan de los 30.
Alguien podría decirme que el pensamiento de estos jóvenes autores conduce fácilmente a ratificar la idea de que la sociedad se divide por criterios generacionales, pero no es así. La juventud, decía Sartre, más que una edad de la vida es un fenómeno de clase. Puede disfrutar de ella el hijo de papá, para quien es posible aún jugar con las ideas, el amor o el trabajo; pero el hijo del trabajador excluido no puede disfrutar de ninguna juventud: pasa sin transición de la niñez a la edad adulta y debe asumir responsabilidades muy serias cuando aún no ha salido de la pubertad.
La juventud, agregaría yo, no es algo que pueda medirse en términos absolutos por los años transcurridos desde el nacimiento, porque hay quienes envejecen antes de haber llegado a los 20. Hay que leer a Vásquez y Bravo para entenderlo.