Mientras escribo estas líneas, los miembros del colegio cardenalicio se encuentran deliberando sobre la situación de la Iglesia y la fijación del cónclave para designar al nuevo Pontífice. No hay duda de que la institución se encuentra en crisis y que profundas “divisiones internas” -según lo manifestó el propio Benedicto- amenazan con debilitarla. Entretanto, se endurece la percepción pública sobre la existencia de luchas secretas entre facciones eclesiales y se multiplican las denuncias sobre el comportamiento inapropiado de varios prelados y sacerdotes.
La decisión del papa Ratzinger de renunciar a la silla de Pedro ha generado enormes controversias y reacciones. El arzobispo de Cracovia, Stanislaw Dziwisz, censuró abiertamente esta decisión y acusó al Pontífice de “bajarse de la cruz”. En Castelvittorio, Italia, el párroco Andrea Maggio quemó la foto de Benedicto XVI frente a los fieles que asistían a su celebración. Es natural que una decisión de semejante calado desate reacciones y pasiones. Sin embargo, nadie puede poner en duda la extraordinaria lucidez y el enorme coraje del Pontífice para aceptar sus limitaciones físicas y entregar la posta de la Iglesia a un hombre con las fortalezas que demanda la coyuntura histórica. Con su renuncia, Benedicto conjura el espectro de la senectud que pretendía arrebatarle su autoridad y ponerla al alcance de individuos con eventuales intereses particulares o inconfesables.
Ante las graves circunstancias que rodean el cónclave, la Iglesia corre el riesgo de profundizar su ensimismamiento y agravar su divorcio con sectores muy importantes de la sociedad contemporánea. Frente a cambios necesarios que podrían acarrear desequilibrios y desórdenes momentáneos, la jerarquía eclesiástica podría buscar refugio en la tradición y en el dogma, una estrategia que no tendría los efectos de antaño y que agravaría aún más la crisis institucional.
Mientras las estructuras de la Iglesia sufren crecientes cuestionamientos, el número de fieles continúa aumentando: se estima que existen actualmente 1 100 millones de católicos en el mundo y que América Latina constituye el área geográfica más importante. Esta realidad, sin embargo, no se ve reflejada en la composición del colegio cardenalicio que designa los pontífices: mientras América Latina cuenta con 11 electores, Europa tiene 53. Iguales o mayores desequilibrios se producen en la representación cardenalicia de otras regiones.
El cristianismo constituye un factor esencial de la civilización de Occidente. Los fundamentos cristianos hicieron posible el desarrollo de las libertades, los derechos humanos, la solidaridad, la democracia y los sistemas económicos modernos. La suerte y destino de la Iglesia tendrá repercusiones enormes en el futuro de Occidente y su cultura.