La frágil democracia en América Latina ha sufrido un nuevo revés, esta vez en Brasil, donde se pone fin a un ciclo de trece años de gobiernos progresistas del Partido de los Trabajadores (PT).
Un atajo autoritario, revestido de formatos institucionales, interrumpe el curso democrático con graves consecuencias: debilita a la institucionalidad como espacio de resolución de conflictos, desvaloriza a las elecciones como mecanismo para definir el gobierno e impide que las propuestas progresistas sean opciones de alternancia.
En esta ocasión, la dinámica interna fue determinante. Las crisis política y económica se fusionaron y reforzaron mutuamente. La recesión económica alimentó el malestar social al frenar el incipiente proceso distributivo que vivió Brasil la última década.
Los avances en el bienestar de la población y en la disminución de la pobreza empezaron a disminuir e incluso a revertirse.
La crisis institucional expone con crudeza la corrupción sistémica y algunos problemas del funcionamiento del sistema político brasileño: fragmentación y debilidad nacional de los partidos, sistema electoral incoherente, oscuro financiamiento electoral, complicadas relaciones Ejecutivo – Legislativo, el modelo de federalismo, entre otros.
Sin embargo, no es tan claro que sólo una reforma del sistema político permita reconstruir su legitimidad y disminuir la desafección ciudadana con la política.
El nuevo gobierno ha anunciado un viraje bajo un programa conservador. Al tímido y dubitativo modelo neodesarrollista lo reemplazará con el programa neoclásico de ajuste fiscal, liberalización y privatización. Lo mismo en política exterior.
Su prioridad es realinear a Brasil con Estados Unidos, disminuir la apuesta de la integración latinoamericana y promover la apertura comercial.
Por ello, la caída del gobierno del PT tiene enormes implicaciones geopolíticas en América Latina e incluso en la construcción de un mundo multipolar, al debilitar aún más a la agrupación de potencias emergentes (BRICS).
Por su parte, la izquierda brasileña tendrá que empezar un proceso de reconstrucción. El liderazgo de Lula no puede ocultar el real desafío a afrontar: repensar una propuesta de reforma y redistribución.
La reconstrucción del proyecto progresista exige una autocrítica de sus gobiernos, así como el recoger nuevas demandas, renovar la oferta de políticas públicas y fortalecer el tejido organizativo.
Pues el mayor peligro para una propuesta de cambio social es que la ciudadanía crea que la política no sirve, es corrupta y que todos los políticos son iguales. Si quiere ser nuevamente alternativa de gobierno, el PT deberá recuperar su credibilidad, como un partido honesto, coherente, eficiente, con capacidad de generar ilusión.