Él cree que el sonido más gozoso que existe es el chisporroteo de las cebollas picadas friéndose sobre un espejo verde de aceite de oliva. Por las crepitaciones que emanan de la sartén sabe que la verdura que cortó está soltando sus líquidos y que, en cuestión de minutos, quedará blandita y desprovista de sus tonos ácidos, gracias a la caramelización que produjo el calor del fuego y el azúcar de la cebolla.
Machaca un diente de ajo con la hoja de su cuchillo favorito -un Wusthof de 20 cm. de largo- lo pica y lo arroja sobre la fritura. Añade unas ramitas de tomillo y una buena porción de arroz arbóreo. Revuelve bien para asegurarse que la gramínea se selle por completo y echa un chorrito de vermouth seco, para terminar de perfumar la mezcla.
El calor de la sartén evapora el alcohol, formando una nube ligera que el extractor de olores engulle rápidamente. Toma una cuchara sopera y añade a su preparación el caldo de espárragos caliente que había preparado antes. Ahora solo debe revolver bien el arroz para que suelte su almidón y se espese la mezcla.
Al final añadirá sal y pimienta y adornará su plato con perejil y espárragos asados. En apenas quince minutos habrá pavimentado el camino que llevará a sus invitados a una suerte de paraíso de sonrisas y buena conversación.
Él está convencido que la cocina es una metáfora de la cultura: preparar un plato a base de cualquier ingrediente -carne, vegetales, granos- es una expresión de gustos y preferencias; es una declaración de principios sobre lo que el cocinero considera apetitoso; es, incluso, un punto de vista sobre lo que debiera ser la satisfacción física y el deleite estético.
Él cree que cocinar -y comer- también puede convertirse en un acto de reafirmación individual por medio del cual nos presentamos a los demás, haciéndoles saber -y paladear- lo que nos gusta. No hay mejor halago para un cocinero que su comensal deje vacío su plato. Significa que ambos se conectaron a través de los sentidos y que encontraron un punto en común en sus vidas.
Esto no significa que la cocina sea una actividad medio esotérica, ni mucho menos. Por encima de todo, cocinar es un acto muy concreto que provoca satisfacción y felicidad. Es un instrumento lúdico que permite al cocinero unir a su familia y amigos alrededor de un plato, con un único propósito insoslayable: pasarla súper bien.
Para que el acto de cocinar sea verdadero, él cree que las preparaciones no deben ir acompañadas de salsas exuberantes o sabores ininteligibles. La cocina real -la que él quiere practicar- debe permitir que los sabores naturales de cada ingrediente se expresen por sí mismos, apenas ayudados por unos pocos granos de sal y pimienta.