Quizá lo único más sombrío que un régimen autoritario -hipotética e históricamente hablando, claro- puede ser una ciudadanía que le dé su aval, que se acomode a los arbitrariedades y a la dominación, que hasta cierto punto admire (incluso a veces dientes para afuera) el uso de la fuerza y de la intimidación como herramientas políticas, con argumentos como el ya conocido de ya era hora de que venga alguien a poner mano dura, como lo que vale es todo lo práctico y a nadie le importa la filosofía y asuntos como el republicanismo y la democracia. Aunque la historia esté llena de ejemplos de regímenes de fuerza, aunque incluso en los países que alardean (dudosamente) de ser modelos del nacimiento de la democracia se violen a diario las más elementales reglas de convivencia pacífica y de privacidad, siempre resulta triste que los propios ciudadanos miren para otro lado, simulen distraerse en las vitrinas con mercadería nueva e importada, entretenerse en los cajeros automáticos o fijar la mirada en tabletas y teléfonos. Cuando la población se apoltrona, cuando la vida en condiciones de temor y miedo se vuelve un detalle más, cuando la democracia es problema de los otros, cuando la costra se expande y amenaza con volverse callo, la población deja de ser ciudadanía y se convierte en cualquier otra cosa, en lo que usted me diga: en grey, en dócil rebaño. Cuando una buena manifestación es mejor que cualquier argumento, cuando la lapidación desde el poder hace parte del automatismo, cuando el aparato te vigila todos los días, cuando el temor es el mínimo común denominador.
Así, pues, de a poco la ciudadanía se arrellana y hasta se contenta con los placeres de la inmovilidad, con lo que pueda ser más tangible, como una televisión pagada en cuotas, como un auto nuevo y debidamente financiado, como una hipoteca aparentemente pagable, como ver y repetir los goles en alta definición, como el tan ansiado ascenso social de los hijos. Muchos empresarios, también y mientras tanto, se sientan con contadores y calculadoras, comparan la practicidad de los números con el espejismo de lo que aprendieron en la universidad y fraguan argumentos prácticos: podrá ser lo que sea pero qué preparados están, por fin alguien que ponga orden y que de verdad mande, la infraestructura es de primera, hay grandes avances en educación.
Así, también, las sociedades pueden acostumbrarse -enseñarse, como dicen en mi tierra- a la unilateralidad, a los crecientes símbolos del poder, al estrangulamiento estatal, al aislamiento internacional. Así, finalmente, mientras los sistemas prometen solidaridad, hermandad y mil palabras muy bonitas y muy huecas, en la práctica cada ciudadano -cada cual, como dicen en mi tierra- debe buscar formas de adaptarse al sistema o morir en el intento: vivir del Estado y mover la colita, vivir en las orillas del Estado o arriesgarse a la disidencia.