Hace algo más de un mes, el Banco Central informó que el dinero electrónico había muerto. No lo dijo en palabras sino con números, cuando reportó que el saldo de dinero electrónico en el país era finalmente cero.
En realidad, el saldo del dinero electrónico empezó a desplomarse en marzo, pero recién al 20 de abril el saldo fue cero. Cero coma cero. Una gran noticia.
El principal problema con el dinero electrónico es que era demasiado peligroso que esté en manos del Banco Central, porque podría haberse usado para emitir dinero inorgánico, es decir dinero que no tenía ningún otro respaldo que un bono del Estado o algo así. Afortunadamente, los ecuatorianos tuvimos tanta desconfianza de ese “dinero” que nunca se difundió y casi nadie lo utilizó, algo que era predecible desde que se anunció su creación.
Y ahora que esa terrible aventurilla ya es historia, es el momento de hacer cuentas, de ver cuánto nos costó ese proceso que siempre estuvo condenado al fracaso.
Porque costos hubo muchos y al menos cuatro grandes. El primero fue la plataforma informática que el Banco Central compró para manejar los millones de cuentitas que ellos creían que iban a tener. El Central es un banco con relativamente pocos depositantes, pues más allá de los bancos privados y de las instituciones del sector público, no debe haber muchos otros que depositen en el Banco Central. Eso significa que, si se pensaba manejar millones de cuentas, era necesario cambiar de “software” y adquirir algo completamente distinto a lo que se tenía.
En segundo lugar estuvo lo que le costó al Central operar los cuatro años que funcionó el sistema. Luego, como tercer costo están los importantes recursos que se destinaron a promocionar esta iniciativa, todo el dinero que se fue a las propagandas en las que nos querían convencer que la idea no era pésima.
El cuarto costo fueron esas devoluciones del IVA que se crearon para quienes hacían pagos con tarjetas de crédito. Con toda seguridad, el SRI y el Banco Central tienen el dato exacto de cuánto fue eso, pero tiene que haber sido una cantidad significativa.
Y entre estos cuatro costos deben sumar algunos millones de dólares que se gastaron en nada. Se gastaron en un proyecto que nunca tuvo futuro y que no le generó ninguna riqueza al país.
Pero también hay un quinto costo que debe haber sido enorme, pero que no se puede medir, el costo de la incertidumbre generada en el país por introducir en el sistema un elemento potencialmente tan destructivo. Este quinto costo, además de ser difícil de medir, todavía sigue presente, porque aportó a empeorar la mala fama de la economía ecuatoriana, esa fama de ser una economía vulnerable gracias a las “aventurillas” en la que le meten al país sus políticos y sus “técnicos”.