Se ha puesto de moda calificar a una persona o grupo de personas como corruptos. Las lides políticas suelen ser el escenario ideal para lanzar todo tipo de acusaciones y denostar al contrincante buscando el beneficio de los votos. Sin embargo, en nuestra arena política -hoy más que nunca lodosa y pestilente- el ataque a los adversarios ya no sólo se da en época electoral sino que se ha convertido en la forma cotidiana de desacreditar a los opositores y ocultar los entuertos internos del atacante.
En una sociedad como la nuestra, inmadura e irreflexiva, este tipo de acciones mediáticas, claramente irresponsables y falaces, penetran en la masa convirtiéndose casi en dogmas de fe que rinden sus réditos en época de campaña, y también fuera de ella cuando se hacen las mediciones de aceptación o rechazo a las gestiones de un Gobierno o a sus opositores.
Toda generalización es en sí misma equivocada, y en este caso, endilgarle a una persona o un colectivo como el de los banqueros, a la prensa, a los políticos de un margen u otro, a los jueces, y a un largo etcétera, un adjetivo como el de “corruptos”, es además de un acto político imprudente y peligroso, una acción humana ruin que sólo denota ignorancia e improvisación.
La corrupción en nuestra sociedad, desafortunadamente, ha inoculado en el torrente sanguíneo de lo público y lo privado. A cada paso encontramos muestras de la descomposición que impera en las distintas actividades humanas. La coima, la mentira, el chantaje, la comisión mal habida, la evasión, la acusación infundada, el negociado, el agravio, el encubrimiento, la amenaza, el plagio, la suplantación, el enriquecimiento ilícito y otras más, son distintas formas de corrupción que nos agobian.
La verdadera batalla contra la corrupción no se la libra señalando con el dedo a una persona o a su gremio, pues ese es tan sólo otro acto deshonesto. La verdadera batalla se la hace con el ejemplo individual de cada uno: acatando las normas, cumpliendo los preceptos de convivencia, respetando los derechos individuales de las demás personas y, especialmente, dando un verdadero ejemplo de tolerancia y consideración hacia todos los miembros de la sociedad, incluso a los que uno considera sus opositores.
Una verdadera revolución debería tener como objetivo esencial hacer de este un país maduro, un país que se aleje del tropicalismo chabacano y se adentre en la órbita de la globalización y el conocimiento, en la dinámica de las ciencias, el diálogo y la cultura. Una verdadera revolución debería alejarse de la fanfarria populista para concentrarse en la superación personal de sus mandantes.
Una revolución de verdad sólo se consigue enfrentando a la corrupción sin impunidad, no siendo parte de su herrumbroso andamiaje con el insulto y la difamación como arma política de destrucción.