Últimamente, han saltado a la palestra no pocos casos de corrupción que dejan en cueros a unos cuantos revolucionarios de pacotilla que, como el mono, están dispuestos a bailar al ritmo político que toquen con tal de enriquecerse.
Es tanto el ahínco que ponen que, poco a poco, van perdiendo la vergüenza. Nada falta en el elenco de las sospechas: evasión fiscal, lavado de dinero, patrimonios no declarados, ‘Panama Papers’… Todo un mundo de emociones para que el corrupto de turno se sienta feliz.
En el 2015, el Ecuador apareció como uno de los países con el mayor índice de percepción de corrupción. En las antípodas están los países nórdicos europeos, caracterizados por tener altos niveles de libertad de prensa, acceso a la información, capacidad de fiscalización, integridad de los funcionarios públicos e independencia del poder judicial.
¿Comprenden dónde está la raíz del problema?
Muchas de nuestras desigualdades están alimentadas por hechos de corrupción, grandes y pequeños, que influyen negativamente en la vida social. Moralmente, se trata de un desorden capaz de destruir la misma estructura del Estado. Cierto que en todas partes cuecen habas. Pero no es ningún consuelo, sobre todo cuando la corrupción se convierte en una “cultura política” que devora el corazón de cualquier régimen, por muy revolucionario que sea.
¿Cómo es posible armar en tan poco tiempo suculentos patrimonios con sueldos que no alcanzan ni para el mote con chicharrón? Los últimos casos habidos desacreditan a cualquiera y hacen crecer la desconfianza en las instituciones públicas. La credibilidad se evapora y deja en el pueblo una estela de desencanto.
Mi tía Tálida (que, como ustedes saben, era una filósofa de tomo y lomo) solía decir que el hombre era corrupto por naturaleza, que, primero, pensaba en su propio interés y, después, en las reglas morales y sociales.
Ella no conocía la palabra “fiscalizar”, pero estaba convencida de que para controlar al vecino, lo mejor era observarlo. Sabía que la mirada era la que sancionaba el oportunismo, quizá por el miedo a ser descubiertos. Así de simple era mi tía Tálida, pero, en el fondo de su sabiduría, había un gran poso de realismo.
La verdad es que allí donde no hay fiscalización (donde nadie mira o hace que no mira), donde la corrupción es una norma aceptada y campea la impunidad, se puede llegar al extremo de burlarse del funcionario honesto. No basta con criticar la corrupción; hay que rebelarse contra ella y contra un sistema dominante que, de hecho, la tolera y la encubre.
Y, sin embargo, la vida de mucha gente depende de las mil corruptelas. ¿Se han preguntado cuántas víctimas ha habido, a raíz del terremoto, como resultado de derrumbes de edificios construidos de forma fraudulenta? La corrupción también es un crimen que afecta a todos, menos al corrupto feliz.