La corrupción, al igual que muchos otros males y desgracias que todavía afectan a los países de América Latina, va en aumento.
Uno de los últimos informes elaborados por Transparencia Internacional , el “Índice de Percepción de la Corrupción” muestra una tendencia preocupante: a pesar de los esfuerzos emprendidos en la región por combatir la corrupción, los progresos han sido mínimos e incluso, en ciertos casos, nulos. De un total de 180 países analizados, los mejores puntuados en el informe del 2017 son Nueva Zelanda, Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suiza. Los peores son Somalia, Sudán del Sur y Siria. Sin embargo, no están muy alejados de los últimos puestos Venezuela (169), Nicaragua (151), Guatemala (143), República Dominicana (135), Paraguay (135), México (135), Honduras (135) y Ecuador (117).
Este índice se calcula en un rango que va de 0 a 100. De altamente transparente a muy corrupto. En el caso de nuestro país, aunque no podemos decir que es el más corrupto de América Latina como Venezuela, tiene una puntuación de 32/100. Realmente deficiente. Eso explica que se hayan presentado casos de corrupción en la contratación pública de carreteras, hospitales, unidades educativas, hidroeléctricas, refinerías, etc. El caso Odebrecht es apenas la punta del “iceberg”.
En países donde existe una clara división de poderes, rige la legalidad en la actuación del Estado y hay igualdad ante la ley, los niveles de corrupción son menores. Me refiero, por ejemplo, a los casos de Uruguay, Chile y Costa Rica, los cuales se destacan positivamente en el índice.
Curiosamente en las mediciones sobre “calidad de la democracia” que se han hecho en los últimos años en la región aparecen también positivamente valorados Uruguay, Chile y Costa Rica. Y aunque existen variaciones en las formas de evaluar la calidad de la democracia, las mediciones generalmente convergen en torno de estos países. En ninguno de los estudios aparece con las más altas puntuales, como se jactan ciertos políticos de la región, Venezuela, Ecuador, Bolivia o Nicaragua.
En el caso específico de Ecuador la explicación de este declive de la democracia y aumento de la corrupción no solo se explica por la existencia de estructuras de poder sino fundamentalmente por las acciones emprendidas luego de la aprobación de la Constitución del 2008. Se concentró aún más el poder, se rompió con la independencia de los poderes del Estado y, en esencia, se debilitó la institucionalidad y vigencia del Estado de derecho.
Y aunque buena parte de las expectativas se concentran en el trabajo que pueda hacer el Consejo de Participación y Control Social transitorio, el reto no solo está sustituir a los funcionarios que fueron nombrados por un régimen poco transparente sino en devolver la institucionalidad y la necesaria independencia de los poderes del Estado. Pero para ello se requieren varias reformas y profundos cambios.