En el asiento trasero del amplio carro blindado que le había dado el protocolo belga fue preparando el discurso para la Cumbre de los Pueblos en Bruselas. Le habían dicho que se dirigían a la catedral del Saint Michel, joya del arte gótico en Bélgica. En sus apuntes no escatimaba elogios a la catedral. No podía ser de otra forma si a él le gusta y sabe tanto sobre arte gótico y su arquitectura.
Cuando arrancó con su discurso, en el cual abundaban las alabanzas a lo gótico, una joven le advirtió que el lugar en el que estaban no tenía nada de gótico sino de románico. Él le respondió que no, que cómo podía decir semejante cosa si estaban en una verdadera joya del arte gótico belga y siguió hablando.
Cuando terminó el discurso y salió de la iglesia se enteró que no había estado en la gótica Saint Michel, sino en la iglesia del Sacre Coeur, de indudable estilo románico. Avergonzado, corrió a narrar su equivocación en Twitter.
Esta escena narrada por su protagonista, Rafael Correa, es el retrato angustiante de un ser incapaz de aceptar la realidad. Afirmar que se está en una edificación gótica cuando lo que se ve es la nave central de una catedral románica (romana, dice él) revela una preocupante incapacidad de reconocer el mundo real.
Es precisamente esta incapacidad de aceptar la realidad en la cual vive Correa la que explica las desafiantes declaraciones que ha hecho en los últimos días y que lo único que han logrado es aumentar la tensión social y el riesgo de una deriva violenta.
Solo una persona así, con esa incapacidad de distinguir lo real de lo deseado como Correa, puede desafiar, en estas circunstancias, a la sociedad al afirmar, por ejemplo, que quienes protestaron en Guayaquil son unos “descarados” que no llegaron ni a 70 000 o decir que está considerando no ir a la misa papal porque si lo insultan a él estarían insultando “a la Patria”.
Se necesita no ver nada de lo que ocurre en la realidad para que siga promocionando los impuestos a la herencia y a la plusvalía cuando se supone que estos han sido ‘retirados’.
Pero no querer aceptar lo que ocurre no es un fenómeno que se limita al caso de Correa, sino a varios de sus compañeros que también han azuzado la confrontación con declaraciones provocadoras. Lo hizo el ministro del Interior, José Serrano, quien dijo en una radio que la marcha de Guayaquil había sido violenta y beligerante y que sus participantes habían sido forzados a participar en ella. O Fernando Alvarado, arquitecto de la propaganda oficial, amenazando con enjuiciar al bloguero Roberto Aguilar, e incluso el feliz ministro Freddy Ehlers anunciando que el Gobierno medirá “la felicidad” de los ecuatorianos.
Provocar a los inconformes negando o descalificando la protesta es una apuesta peligrosa e irresponsable. Pero de eso se percatan solo quienes están dispuestos a admitir lo que está pasando. Estos señores o no lo hacen o no quieren hacerlo.