La atención mundial se ha concentrado últimamente en la península de Corea, en cuyo norte, Kim Yong Un gobierna a un pueblo paupérrimo que, paradójicamente, posee una tecnología nuclear que usa para desafiar a los Estados Unidos y pretender ampliar su influencia regional. Los recientes lanzamientos de misiles con capacidad para transportar ojivas nucleares indujeron a Washington a reaccionar: un portaviones y su flota operacional fueron enviados a la zona y se desplegó el escudo anti-misiles en Seúl.
El mundo se pregunta, angustiado, si la Tercera Gran Guerra está a la vista.
El agresivo temperamento del líder norcoreano y el carácter de Trump complican el problema. Este último no descarta un ataque militar contra Pyongyang, pero acaba de declarar que “sería un honor entrevistarse con el inteligente y joven Kim”. Dada la superioridad militar norteamericana, hay pocas dudas sobre el resultado de una contienda, pero su costo sería literalmente inconmensurable.
Un ataque norteamericano suscitaría la inmediata reacción de China, que ya ha desplegado un millón de soldados en su frontera. Pekín desprecia a Kim Yong Un, pero está condenada a defenderlo, pues tiene claro que, si Pyongyang cae bajo la dependencia norteamericana, la geopolítica de la zona cambiaría en detrimento suyo. Auspicia resolver el problema mediante negociaciones diplomáticas, hasta ahora improductivas.
Seúl y Tokio, siendo los primeros en sufrir las consecuencias, exigirían ser previamente consultados por Washington. Si así no ocurriera, probablemente revisarían sus políticas de seguridad y defensa. La riqueza agrícola e industrial de Corea del Sur y más de la mitad de su población se asientan en la región colindante con Corea del Norte. Seúl prepara elecciones, debilitada por la destitución de su presidenta. Podría triunfar el partido socialista, contrario a la guerra. Japón se vería envuelto en un conflicto no deseado que, si llegara a adquirir caracteres nucleares, desataría una reacción popular impredecible.
Un ataque preventivo podría convertirse en una larga y auténtica guerra cuyo objetivo sería destruir todo el potencial nuclear de Corea del Norte, con el riesgo permanente de que esas armas sean usadas contra Seúl y Tokio. Kim Yong Un ha llegado al extremo de difundir filmes sobre la destrucción de la Casa Blanca y el Capitolio.
Rusia tampoco sería indiferente a un ataque a Corea del Norte. Su capacidad de reacción se haría sentir en el Medio Oriente, sobre todo, en Siria.
Estos y otros factores han condicionado la política norteamericana. Ante las últimas bravatas de Kim, ¿querrá Trump frenar militarmente el peligro que supone la posesión de tecnología nuclear por parte de un país gobernado por un psicópata?
jayala@elcomercio.org