Vivimos sorprendidos, día a día y semana tras semana, por un culebrón que parece interminable y que va salpicando a toda la sociedad. Un signo de indignación es la pregunta que en estos días me hacía una mujer sencilla, en esos “diálogos de abarrote” que los curas mantenemos cada día con nuestros feligreses: “¿habrá algunito que no haya robado?”. ¡Por supuesto que sí! Pero este es el daño, y no precisamente colateral o menor, que causa la corrupción, sobre todo cuando esta se expande y afecta a personas e instituciones: la desconfianza generalizada en un sistema complaciente con sus cortesanos, falto de suficiente control y fiscalización.
La corrupción y el derrumbe de la confianza dejan tras de sí otros recados que no han de pasarse por alto. Decía el cardenal Barbarin, arzobispo de Lyon, que algo en la democracia se está volviendo loco. Y alertaba del riesgo de que la democracia, tal como la conocemos hoy, degenere en un absolutismo puro y duro. Especialmente si los pilares en los que la democracia descansa –el poder político, las fuerzas económicas y el pueblo- pierden la armonía entre sí al imponerse unos sobre otros. Si bien el purpurado se refería a la realidad francesa (recuerden el triunfo de Macron sobre los partidos tradicionales y la hartura de la gente frente a tanta decadencia) su razonamiento sobre la pérdida del equilibrio democrático es extrapolable a nuestro querido Ecuador. Mucho de esto hemos vivido.
El cóctel de la corrupción, la crisis económica, el recorte de libertades, la necesidad de cambio, de un régimen más participativo y representativo, ético y plural, no nos permitirá afrontar las tensiones que estamos padeciendo si, al mismo tiempo, no promovemos una reflexión y un debate profundos y lúcidos.
En ese debate deberíamos de recuperar algo que me parece evidente. Me refiero al humanismo cristiano, que sitúa en el centro de nuestros intereses a la persona y que vislumbro como la única vía para acabar con esta tentación permanente de primar la plata. ¿Cómo es posible robar a un pueblo empobrecido y, al mismo tiempo, decir que eres su servidor y legítimo representante? Cuando los políticos hagan suya esta visión humanista y cristiana de la vida y se pongan de nuevo al servicio del pueblo soberano, podrán recuperar la confianza popular y garantizar una estabilidad que fomente la participación ciudadana, defienda los derechos fundamentales y promueva la dignidad de todos. Solo así la democracia recobrará la cordura para afrontar las actuales y graves amenazas. Por el momento seguimos bastante perdidos ante una manera de pensar y de vivir la política que, para alegría de unos y pena de otros, se acaba. Ojalá el pueblo comprenda que cuando un régimen comienza a ser absoluto (por muy revolucionarias que sean sus consignas), se vuelve peligroso para todos.
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