La consulta popular fue concebida como un recurso para fortalecer la democracia directa. A través de ésta, la ciudadanía puede manifestarse y decidir sobre temas fundamentales.
Pero en la práctica, la consulta ha sido utilizada por los gobiernos de turno para refrendar un proyecto predefinido y darle -a través de las urnas- un velo de legitimidad para su aplicación.
Todo con la ayuda de un aparato de propaganda y publicidad dedicado a posicionar las líneas argumentales oficialistas. Sin importar, incluso, que los mensajes guarden o no relación total o parcial con el contenido mismo de la consulta popular.
En 2011, por ejemplo, la discusión principal se enfrascó en decidir si los casinos debieran o no seguir funcionando al igual que los espectáculos públicos que tuvieran como finalidad dar muerte a un animal.
Entonces se pasó por alto, por ejemplo, la reestructuración de la función Judicial, que en los últimos días ha estado en el debate público por la filtración de correos electrónicos sobre supuestas injerencias en la administración de justicia.
Y el nacimiento de una Superintendencia de Comunicación -producto de una Ley de Comunicación- cuyos fallos comienzan a ser cuestionados en los tribunales. El caso de Bonil, que fue obligado a rectificar una caricatura, se volvió emblemático.
Para que una consulta popular sea efectivamente un ejercicio de democracia directa se requiere de la participación de la ciudadanía, pero no solo en las urnas.
La sociedad civil, los partidos políticos, los colectivos ciudadanos, las asociaciones, gremios, sindicatos tienen que ser parte de la definición de los temas y también de la redacción de las preguntas.
El actual Gobierno ha dicho que el diálogo es una política de Estado y que tiene una vocación incluyente, democrática. Si es así, el proceso de consulta popular no puede estar alejado de esos principios. La última palabra la tiene el presidente Lenín Moreno.