En todos estos años de usar las redes sociales es la primera vez que leo, a propósito de la marcha “No te metas con mis hijos”, un despliegue tan extremo de prejuicios, desinformación y agresividad.
Ni siquiera en los momentos de la más alta polarización política se intercambiaron tantos mensajes cargados de desconocimiento y odio.
Los convocantes a la marcha, a la que se sumó una conocida presentadora de televisión, llamaron a unirse para “…defender el derecho constitucional que tenemos todos los padres a educar a nuestros hijos en la verdad y heredarles nuestros valores”, que dicen se encuentra amenazado por un “…proyecto de ley que con algunos artículos confunde y distorsiona principios básicos para la vida y la familia”. No identifica el proyecto de ley al que se refiere, cuál es el contenido que afectaría a las familias y de qué forma se “meterían” con sus hijos.
Queda claro que quienes han promovido y convocado la marcha están convencidos de que existe una “verdad”, que obviamente es la suya; que existe una sola forma de familia, la que ellos defienden; unos valores, los que ellos promueven; y una sola forma de vivir, la que ellos escogieron.
Estos absolutos son un contrasentido en una sociedad plural, en un Estado laico, en el que no existe una religión oficial y por ello es una obligación garantizar a todas las personas vivir de acuerdo con su religión o creencia y no ser discriminadas por ello. Claro que existe una excepción a esta regla: no se puede defender a aquellas religiones y formas de pensamiento que promueven el odio, la discriminación y la guerra.
No voy a detallar la cantidad de mentiras que se han dicho para promover y convocar la marcha, estoy seguro de que la mayor parte de quienes decidieron participar en ella lo hicieron convencidos de que están defendiendo a sus hijos e hijas. Nada que reprocharles. A quienes hay que criticar y señalar es a los que aprovecharon de este contexto para montar un discurso de odio, desprecio y discriminación, con base en la desinformación.
Crecí en el seno de un hogar católico, la religión mayoritaria en nuestro país. Mi madre, una creyente convencida, ha vivido toda su vida de forma consecuente con sus convicciones, me enseñó con la palabra y el ejemplo que todo ser humano se merece respeto, algo que en el lenguaje de los derechos humanos se encuentra expresado de una hermosa forma en el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
Quienes adhieren a una doctrina religiosa tienen el derecho para abogar por sus creencias, de la misma forma que pueden hacerlo aquellos que no comulgan con esas ideas; como país debemos luchar por recuperar los pilares de la pluralidad: la tolerancia y el respeto a las diversidades.