La Constitución de Montecristi cambió el nombre de Congreso por el de Asamblea, para seguir la moda de Venezuela y los demás países del socialismo del siglo XXI; de paso, le recortó la facultad de nombrar autoridades de control. En esta Asamblea descafeinada, el partido de Gobierno reforzó la mayoría gracias a los cambios en el método de distribución de escaños, con el cual disminuye la representación de las minorías y se sobredimensiona la del grupo político con más votos en las elecciones.
La Asamblea se ha caracterizado por su falta de independencia y por su medianía. Cumplió mal o nunca las funciones de legislar y fiscalizar; tarde, no, porque los asambleístas siempre estuvieron listos a alzar las manos al tiro para complacer a Carondelet. Siete de cada 10 iniciativas de legislación procedieron del Ejecutivo.
Aprovechándose de sus atribuciones colegislativas y de veto, Correa multiplicó su influencia: los proyectos que procedían de la Presidencia regresaban a las oficinas del abogado Mera para la santificación previa al ejecútese. La legislación fue abundante. El sistema concentrador del poder tiende a una sobreabundante producción de normas. La calidad es otra cosa.
El Congreso no ha fiscalizado. Los asambleístas del oficialismo aseguran que sí lo han hecho: creen que pedir informes a los ministros es fiscalizar. Una de las primera veces que, al inicio del Gobierno, intentaron tomar cuentas al Fiscal del Estado Washington Pesántez, el presidente salió a defenderlo y desbarató la interpelación. Bastante después, censuraron a la ex superintendenta de Bancos, Gloria Sabando, cuando cayó en desgracia ante Correa. La segunda y más reciente interpelación muestra cómo cumplieron su papel los asambleístas; censuraron al contralor Carlos Pólit después de que el funcionario, prófugo de la justicia, había enviado su renuncia desde Miami; es decir, sin efecto alguno. Diez años pasó Pólit entre aplausos del régimen; fue elegido y reelegido, con las máximas calificaciones, por el Consejo de Participación Ciudadana hasta unas pocas semanas antes de que saliera a la luz la red de corrupción que se tejió en la década correísta.
La Asamblea no ha sido ni agua ni pescado; su sumisión al Ejecutivo inspiró al presidente Moreno acuñar los términos de comportamiento ovejuno. Jorge Yunda, de AP, propone reducir el número de 137 legisladores. La calidad de la representación no depende de la cantidad. Es cierto que conviene desinflar la maquinaria burocrática en la Asamblea: 1 281 funcionarios en los que se gastan mas de USD 3 millones de dólares mensuales en sueldos, incluidos los de los legisladores. Si de ahorrar dinero se trata, ¿por qué no achicar esa maquinaria? ¿Necesitan los asambleístas 584 colaboradores, entre asesores y asistentes?
daraujo@elcomercio.org