O ponerse, discrepar, criticar las decisiones, medidas o políticas de quien ejerce el poder nos hace candidatos para pasar a engrosar las filas de los doble moral, fundamentalistas, ignorantes, caprichosos, incoherentes, “odiadores” o “mala fe”.
Se dice que mienten para hacer daño, que se oponen a todo para desgastar, desestabilizar, defender sus intereses o volver al pasado.
Una opinión que moleste al poderoso puede poner en movimiento la aceitada maquinaria de la descalificación, del desprestigio público y en algunos casos, que le sirven para enviar un mensaje a toda la sociedad, también entrará en acción la institucionalidad sancionadora, la del control social que parece poner al mismo nivel -como enemigos del orden, de la paz, de la regularidad- al asaltante a mano armada, al que se acusa de no defender los intereses de la patria y a los calificados como “instigadores”. Se repite hasta el cansancio que en el Ecuador se persigue delitos y no a personas, negando el contenido político de las acciones de los perseguidos y los condenados.
Leyes y reglamentos de dudosa validez (en el sentido técnico-jurídico por su no correspondencia con la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos), interpretaciones de hechos y normas desde miradas restrictivas de los derechos que sirven para la protección del statu quo (del Estado, de la fuerza institucionalizada), asumiendo una supuesta infalibilidad del poder, convirtiendo a esas decisiones en la medida de lo justo. Reglas aplicadas por jueces, funcionarios y empleados estatales bajo sospecha de parcialidad (o abiertamente parcializados), son eficientes instrumentos de legitimación de la intolerancia y del control de la inconformidad. No se sabe cuándo la inmensa estructura institucional identificará a un “desestabilizador”, el temor se convierte en un perverso incentivo para el conformismo.
En el contexto de polarización, parece imposible un diálogo democrático en el que se respete, en principio, a todos los actores, a todas las opiniones, a todas las críticas. ¿Cómo pueden encontrarse la “verdad” y la mala fe? ¿Es posible dar valor a las ideas y puntos de vista de quienes -se dice- critican desde el desconocimiento o la manipulación? Los “diálogos” posibles son los que parten de dar la razón al poder, de aceptar que se cometió una “equivocación” al criticarlo y que no se entienden sus buenas intenciones y la benevolencia detrás de las decisiones, medidas, políticas y nuevas normas. Los que no acepten esto no sirven como interlocutores, deben ser reemplazados por otros que jugarán ese rol mientras mantengan una actitud “lúcida”: aceptar la premisa básica de que en los procesos revolucionarios no se aceptan disidencias sustanciales.
Ahora vivimos entre el “nosotros”, los que están del lado del poder político, los que representan la infalibilidad del poder, los “dueños” de la razón; frente al “ustedes”, los equivocados, los ciegos, los malintencionados, los maledicentes.