Por dos semanas enteras, el debate sobre el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (conocido mejor como TPP) generó un agresivo y diría que saludable debate al interior del Partido Demócrata en los EE.UU. Por un lado, la cabeza visible de la izquierda del partido, Elizabeth Warren, gritó a los cuatro vientos “faul”. Y aunque esto suene surrealista para el Ecuador, Warren siente que EE.UU. ha sido el mayor perdedor de todos los TLC que han firmado en el pasado, empezando por Nafta: balanza comercial negativa y sobre todo pérdida de empleos en manufactura (como si eso fuera posible).
Ella también teme que el TPP socave la soberanía judicial estadounidense en pro de soluciones arbitrales que favorezcan básicamente a multinacionales. Por el otro lado, el presidente Obama –siempre centrista- argumenta que el TPP es necesario precisamente para defender empleos frente al país que ha sido el mayor causante de esas pérdidas laborales: China. Y que EE.UU. está a la cola de los países desarrollados como el Estado que menos exporta con relación a su PIB. Lo más probable es que Obama reciba su ‘fast-track’, y por la simple razón de que los republicanos prefieren darle la razón antes que a Warren.
Veinte años después de Nafta, y la ola de TLC que lo siguieron, solo han dejado una cosa en claro: tantos detractores como proponentes de estos tratados han sobreestimado –a veces en exceso- la capacidad real que estos tienen para modificar la economía y en el funcionamiento mismo del Estado. La verdad es que hay mucho por explorar y entender y los pocos estudios de impacto que se han hecho tienden a adjudicar causas que no están directamente relacionadas con la colcha de retazos que estos acuerdos han construido. Por ejemplo, EE.UU. ha perdido muchísimos empleos en manufactura, pero la mayoría de ellos se ha ido a países con los cuales no tenía tratados firmados como China, Indonesia, India, Bangladesh. Incluso los casos de arbitraje son igual de discutibles: EE.UU. se queja tanto o más de sentencias desfavorables a sus compañías de la misma manera que países en desarrollo –como el Ecuador- lo han hecho. Lo mismo ocurre con temas laborales y ambientales, que sin estos acuerdos ni siquiera se tratarían.
Lo cierto es que los acuerdos preferenciales de comercio o TLC se han vuelto una constante, una herramienta ineludible para exportar, mantener y expandir mercados, a pesar de sus problemas y dificultades. El costo de estar fuera de ellos es oneroso, incluso para la potencia más grande del planeta y, la necesidad de aglutinar fuerzas y generar convergencias para negociar con China es cada vez más urgente. Obama lo sabe y por eso, antes que razones estrictamente económicas de balanza de pagos o de equilibrio general, necesita tener una herramienta política para seguir adelante: el ‘fast-track’. Esta vez ni siquiera está liderando el TPP, sino a la cola de socios como Japón y Australia que saben mucho mejor de lo qué están hablando.
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