Debió ser un mandamiento. El artículo 5to. de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, suscrito por los Estados miembros de la ONU, afirma: “Nadie será sometido a tortura o a tratamientos o castigos crueles, inhumanos o degradantes”. Punto.
Escribo a propósito de las acusaciones contra la CIA por torturar detenidos para poder desactivar futuros planes terroristas tras el ataque de Al Qaeda que dejó cerca de tres mil cadáveres en Nueva York y Washington.
George W. Bush y los servicios de inteligencia norteamericanos querían averiguar quiénes eran sus enemigos y cuándo golpearían nuevamente. Estaban asustados y deseosos de venganza. De alguna manera, esa también era la ansiosa actitud del conjunto de la sociedad.
Tarea dificilísima. Los enemigos ahora eran árabes de una docena de orígenes diferentes (fundamentalmente saudíes, egipcios, yemenitas), más afganos, iraníes y chechenos. Todos unidos por el Islam y el odio hacia los Estados Unidos e Israel. Un monstruo con mil cabezas.
Aparentemente, el modo más directo para obtener información de los prisioneros era torturarlos. Pero, ¿existía total certeza de que todos eran culpables? Y si no los sometían a un “tercer grado”, ¿cómo lograban esa colaboración? No resultaba útil amenazarlos con la ejecución ordenada por tribunales. El martirologio para ellos era la puerta de entrada al paraíso.
Todo conducía a la perplejidad. Sus idiomas, factores culturales, motivaciones religiosas, geografía. Por ejemplo, Mohamed Atta, el cabecilla que dirigió los aviones contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, era un piadoso arquitecto egipcio educado en Hamburgo, que actuaba por convicciones ideológicas. Muchos terroristas tenían un perfil parecido.
Pero hay tres factores más importantes.
El primero: Estados Unidos es un país de leyes. Si la Quinta Enmienda y los tratados internacionales suscritos prohíben utilizar la tortura, el Presidente no puede ordenar esa práctica. El Presidente o el Congreso pueden intentar cambiar las reglas, pero no violarlas. Se trata de una medida esencial que protege los fundamentos republicanos.
En segundo lugar, están los valores. En Estados Unidos, supuestamente, prevalecen valores que consagran la compasión y el respeto a la integridad de los individuos. Uno espera del fascismo, nazismo o comunismo –que todo lo justifican en función de sus sangrientas utopías— que recurran a la tortura, pero no de una democracia liberal.
Y, por último, queda la melancólica convicción de que las confesiones obtenidas mediante torturas y maltratos no suelen reflejar la verdad. Las actas inquisitoriales, levantadas al calor de las hogueras, cuentan las historias más absurdas: comercio carnal con el diablo, vuelos sobre escobas, etc. Las víctimas confesaban cualquier cosa con tal de que terminase el tormento.
La democracia liberal no puede comportarse como los enemigos de la libertad. ¿Que aumentan los riesgos y los sacrificios? Probablemente, pero ese es el precio de vivir en sociedades libres y siempre hay que estar dispuestos a pagarlo.