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“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé! // Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. / Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; / o los heraldos negros que nos manda la Muerte. // Son las caídas hondas de los Cristos del alma / de alguna fe adorable que el Destino blasfema. / Esos golpes sangrientos son las crepitaciones / de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. // Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como / cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; / vuelve los ojos locos, y todo lo vivido / se empoza, como charco de culpa, en la mirada. / Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”.
Solo Vallejo podía ayudarnos a decir; a sufrir, a extrañarnos, a sentirnos torpes en esta hora lóbrega, ante esta muerte estúpida, este ‘golpe sangriento’, honda caída.
Cuatro Pelagatos nos mostró a los tres en la foto penúltima (todo, desde su viaje, es ya penúltimo), con la cadena al cuello y el candado torcido asegurándolos ¿contra qué sueños?, ¿contra qué esperanza? Pero el cerrojo no pudo atar el brazo de Segarrita, que, como el de un padre, abraza por el hombro a Javier, el más pequeño de los tres en estatura y en edad, ni borrar la sonrisa de Paúl, esa, íntima, que surge del alma y se muestra en los ojos, los labios y la vida.
Segarrita, el pelo completamente blanco, luce su noble edad de padre paternal: la cadena al cuello no le impide el gesto de ternura, de comprensión y compañía, que alienta, ‘no temas, hijo, estoy aquí’, y aunque no alcanza a tocar el cuello de Paúl, nunca los tres estuvieron más cerca que en ese instante que nos los muestra vivos y no llega a mostrarlos tristes, porque está lleno de esperanza. Juntos en la desgracia, en el miedo, en la atadura, pero aún no gastados por el mal. No presumían que esta escena era agónica, que en ella iniciaban su lucha por no morir. Y el calor de Segarrita, los rostros de los tres, su silenciosa llamada, todo muestra la estupidez de su muerte, el sin sentido de este mundo de desorden y codicia lleno de caínes asesinos, pero también, de abeles inocentes, esperanzados, juntos. Justos.
El sin sentido de su muerte nos obliga a luchar contra el sin sentido de nuestra vida. Vivimos el arte de volver la existencia superficial y frívola; en la práctica actual de banalizarlo todo, vida y muerte se reducen a la noticia, superada por otra y otra y otra, hasta el anonadamiento; al volver a la cotidianidad, buscamos protegernos, mentirnos, olvidar cómo nos sobrevuelan consecuencias terribles de tanta egoísta imprevisión, de pactos ocultos, de mentiras oídas, de silencios que también se escuchan.
Permanece la poesía, a la que, por desgracia, apenas recurrimos. Y porque “hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé”, el brazo de Segarrita sigue haciéndonos señas.